Llegó el
invierno a su cuerpo,
aterido de frio.
Su alma se escapa
sin pestañear a
otro hemisferio.
Se lo advirtió:
"No dejes tu cuerpo
aterido y sin
sentidos…"
No hizo caso.
Siguió su rumbo
sin sombra por
la vida.
El mundo le
aclamaba y sonreía.
No miraba hacia
atrás a pesar de
que no se fiara
que su cuerpo
lo alcanzara.
Volando como águila real
al cementerio,
que en tinieblas
tenía preparado
su propia libertad,
su decisión
molesta a sus vecinos.
El sol salía
para todos sus oyentes.
La luna se
precipitaba sobre su sombra.
Creía que su
vida ya no consumiría.
Un ángel le
atrampó sin dase cuenta,
colocando sus
pasos en verada incierta.
Sólo lagrimas
certera de agua derretida.
Su frialdad
perforó su cuerpo indicando
el frio de la
noche. Eran los campos
sin pájaros ni
abetos. La tierra dócil
se trasformó en
una fiera de despojos
del pasado que
perdura en su mente.
Fina yedra se
enrosca en su cuerpo
Desposeyéndolo de olores y
sabores.
Rompiendo en trozos las albardas.
Cabeza gacha.
Manos laceradas.
Ojos de piedra
que recuerdan impávidos
que lo que
perdura son los seres
que no tienen
vida ni filamentos;
que alumbran los
parajes llenos de
almas sujetas al
destino que pueden
escapar aunque
se salgan del camino,
para coger de
nuevo el invierno temido,
olvidando, por
ello, un amor
concebido de la
nada.
Antonio Molina
Medina