LA LUZ DEL POTE-POÉTICO DE MARZO

Veintisiente de marzo de dos mil doce, ocho y cinco minutos de la tarde, suenan los primeros acordes de una guitarra...y da comienzo en la Taberna Zabala (Huertas de la Villa, 3) el quinto pote-poético.



Quienes estaban en el exterior, y quienes entrentenidos charlando en el bar se acercan a este, ya nuestro rincón poético, y se sientan o se quedan de pie.





En la calle hace una verdadera tarde primaveral, son horas de asueto y el bullicio del bar y de la clientela a veces nos imposibilitan la escucha, breves segundos, que suplimos con poner aún más ahínco si cabe.

El personaje, poeta en este caso, fue Gabriel Celaya, donstiarra nacido un 18 de marzo de hace ciento un años, si hubiera vivido, de quien hicimos mención al comenzar.





Invocamos la luz de la poesía para presidir nuestra tarde poética, que fue variada en caras, poemas, autores, pero esa diversidad no hace más que enriquecer el ambiente, la lectura, la escucha. En esta variación fueron interviniendo los participantes para finalizar con una performance (un guiño al Día Internaional del Teatro) al hilo de la luz y del poeta al que hicimos alusión al comienzo, Celaya.

Os dejamos muestra de algunas intervenciones:

Karla

Itziar

Xavi

Manuel

Rubén

Pablo

Eduardo

Marifeli

Petra

Julio
Andrea

Ioseba


 


De su poema La poesía es un arma cargada de futuro hicimos una lectura conjunta (dividido el poema en los doce cuartetos que lo componen) y cada quien recitó un cuarteto; primero en orden y luego deconstruído, desordenado, con eco, repeticiones, y al final al unísono llegando con este formato la luz: se apagó la luz del local y quedaron encendidas las velas que portaba cada quien y en esa semipenumbra la poesía, ATRONÓ y nos dejó un sabor de boca inigualable además de su LUZ.


Un resultado muy satisfactorio y por el que Daniela y Antonio agradecen a todas y todos los asistentes su participación. Y como de construmbre llega el momento de dar las gracias. A José Sánchez por su incansable rosaleo de guitarra y a su compañero Manuel, gran guitarrista, acompañándonos, a Narciso y Jesús por el rincón poético, ese que sentimos ya nuestro, a Michel amigo cubano y amigo de la poesía, a los amigos de Amurrio: Itziar, Ana, Jose y Eduardo, a Marfeli y Rubén nuestros cantautores particulares, a Joseba, Isabel, Xavi, Manuel, Karla, Txema, Petra, Julio, Agurtzane, Marijo, Andrea, Eva, Pablo y Manolo Galante.

GRACIAS
POR VUESTRA LUZ Y POR COMPARTIRLA CON EL POTE-POÉTICO.


Antonio y Daniela

UN HOMBRE DEL COBRE 2ª EDICIÓN-REFORMADA

Los recuerdos de Manolo Rojas y otros…



Sigo mi recorrido y, caminando sólo unos pasos, llego a otra puerta cuyo inquilino es otro de los suyos: Manolo Rojas. Al acercarme a su morada me digo: ¿Tendré la suerte de encontrarle en su casa y en un buen estado de salud? Son hombres mayores, ya metidos en edad, cascados por el trabajo del campo y el paso de los años que desde muy niños tuvieron estuvieron pateándose esos lugares para sacar el sustento diario; toda una vida dedicada a ese duro trabajo que es el campo para poder subsistir; esa vida tan dura que les tocó vivir.

Llamo a la puerta de su casa y me sale a recibir una mujer entrada en años.

—Buenos días señora, ¿vive aquí  Manolo Rojas?

—¡Sí! —me responde—, ésta es su casa,  ¿quién le busca?

Yo trato de pensar cómo explicarle quién soy. La observo y la veo recelosa. Ella volviendo la cabeza y con voz suave llama a Manolo:

—¡Manolo!, ¡aquí te buscan!

Y mientras él viene lentamente, ella me abre la verja de la casa. Le veo venir ya entrado en años, delgado pero tieso como un roble, en su rostro se refleja seriedad y facciones agradables.

—Buenos días —le digo.

 —Muy buenas contesta—. ¿Qué quería usted? —me dice.

Yo le digo quién soy y al momento me relaciona con la familia de “los forrajes”, me pregunta por mi madre y me invita a pasar con una gran cortesía. Nos saludamos y, sin más preámbulos, nos sentamos en una pequeña mesa que tiene instalada en la cocina. Le hablo de lo que me lleva a su morada y le explico con detalle lo que pretendo hacer sobre Baltasar.

Su cara se ilumina y se transforma en un gesto de satisfacción y, a la vez, de sorpresa. ¡A mí me parece muy bien que lo haga!, me dice. Y, sin más, comenzamos nuestra gratificante tertulia.

—Baltasar fue muy buena persona para los vecinos, lo mismo que lo fue conmigo. Así empieza Manolo a relatarme sus vivencias con Baltasar y me explica que fueron muchas las vivencias que tuvo con este hombre:

—Yo trabajaba en la fábrica de pescado, que estaba ubicada por ahí abajo, pegando al río de La Miel y que antes fue una huerta muy hermosa, ¡con su molino y todo! —me indica—. Baltasar siempre solía venir a buscarme cada vez que tenía que acudir él a ‘arrecoger’ animales a la sierra y yo siempre me iba con él. Llegaba allí, a la fábrica, y me decía:

—¡Manuel, que se hagan cargo de tu trabajo!

¡No hay problemas!, le decía yo. Seguidamente, se dirigía al capataz y le decía:

—Mire usted, que Manuel  se va a venir conmigo a recoger unas vacas a la sierra.

Y, sin más, yo me iba con él; ensillábamos los caballos y por esos montes llegábamos los dos donde tenía él las vacas y nos pasábamos todo el día recogiéndolas y bregando con los animales de un lado para otro. Recuerdo que las que más guerra nos daban las dejábamos amarradas a los chaparros y las demás las bajábamos para la casa. Y ya al otro día por la mañana, salíamos para la sierra a por las que nos quedaban de bajar.

Yo he bregado mucho con él por esas sierras de Dios… ¡Cada vez que le hacía falta, Manolo Rojas estaba con él! —me indica—.

—Porque él, con el caballo, era más capaz que yo —me subraya—. Pero yo era más capaz que él a pie —asevera—. Yo conocía todos los rincones de esas sierras. ¡Por la boca de la fuentecilla!, ¡por ese sitio van a salir los animales!, le decía yo a Baltasar. Yo cortaba terreno y me iba delante de las vacas. Y cuando llegaba él, yo ya estaba allí. Y me acuerdo que me solía decir él:

—¡Chiquillo!, ¡que siempre está delante!

—En la sierra era yo… más capaz andando, que él a caballo —me repite Manolo—. Aquí en mi casa ha estado más de cuarenta mil veces. ¡‘Mucha amistad, sí que hemos tenido!

Un día fuimos a la sierra los dos a por una vaca, —me sigue contando— y vimos que el animal intentaba escaparse. Él se dio cuenta y puso en marcha velozmente a su caballo, a todo galope, y cuando llegó a la altura de la vaca, se lanzó de un salto sobre el animal ¡y cómo cayó encima de ella! Y después de esto, como pudo, se sujetó agarrándose a sus cuernos. El animal, en su carrera, pasó justo al lado de un chaparro y, esta vez, Baltasar lo veía mal y al pasar junto a él, se agarró a sus ramas y se quedó colgado de ellas como pudo. Seguidamente, llamó a su caballo y esperó. El animal llegó y se puso debajo de él, lo montó de nuevo, salió tras ella y por fin la pudo coger.

¡No era terco ni nada! ¡Se le iba a escapar a él la vaca…! —me decía Manolo muy serio—. ¡Así era él! Un tío muy capaz.

Otra vez, me acuerdo que se nos ‘arreboló’ un toro de unos cuatro años y nos dio mucho trabajo este dichoso bicho. Después de bregar con el animal que, por cierto, nos costó mucho el poder sujetarlo…; él me decía: Mira Manolo, vamos a amarrarlo en ese chaparro, tú te subes al chaparro y yo te lanzo una soga para arriba y en la rama esa gorda que ves, lo sujetas con la cuerda. Me acuerdo que esta vez se nos hizo de noche. Amarramos como pudimos al chaparro, lo dejamos bien seguro y nos fuimos ‘pa la casa’ —explica Manolo.

A la mañana siguiente volvimos y cuando llegamos al lugar donde dejamos al animal amarrado, yo le comenté a Baltasar.

—¿Y ahora cómo lo soltamos?

—Mira, yo me  subo en tus hombros y salto sobre el animal, me dice.

—¡No Baltasar!, le dije yo. ¡Que este bicho nos mata a uno de los dos! A ti y a mí. Y él que dale y yo, ¡que no!

¡Era más testarudo y pesado que un borrego bajo el brazo! —exclama Manolo con una resplandeciente y amplia sonrisa por poder renacer todos los recuerdos tan relevantes y a la vez tan agradables que se ven reflejados en su cara y que son sólo para él; por poder recordar estos tiempos pasados tan agradables y veraces, las peripecias junto a su compañero y amigo que, como la llama de una vela que vemos cómo se nos extingue, se nos acaba apagando sin remisión.

—Llegamos donde dejamos al animal y yo le dije: Mira Baltasar, yo me paso para este lado y, mientras  lo distraigo, tú te subes al chaparro, que eres más joven que yo. Pero esta vez habíamos cometido un error. Y era que le habíamos dejado la soga muy larga, ¡y cualquiera se acercaba al toro! Entonces él se subió al chaparro, que por cierto, ¡le costó!, porque el animal no le dejaba acercarse a él. Y ya fue recogiendo la soga, poco a poco, y de esta forma me pude yo acercar al animal por detrás y soltarlo. Ya suelto el toro del chaparro, Baltasar se subió al caballo, le dio con las espuelas y el animal se lió a correr detrás del toro, desapareciendo como una bala, él y el toro. Yo ya no corría más, le dejé ‘de ir’; era un tío muy capaz con el caballo, no se podía con él.

Tu primo Paco y él me decían:

—Manolo, sube aquí, ponte en este lado… En fin, hacía todo lo que me mandaban. Ellos sabían que yo era muy capaz, yo en lo mío y Baltasar en lo suyo.

—Le pregunto por el caballo Mora, como hago con todos a los que entrevisto, pues cada uno una historieta la cuenta de diferente forma, y creo es de interés. Él me empieza a detallar: —A este hombre nada se le resistía. Una noche se fue, y se coló en la finca donde estaba el caballo, se le acercó muy despacio y el animal no se movió; le quitó la traba que tenía en las patas delanteras y que se la ponían para que de esta forma no se fueran muy lejos, se la quitó y se la amarró al pescuezo al caballo y cogió y se monto en él. Nosotros le decíamos:

—¡Chiquillo que ese caballo te va a matar! Y él ni caso, estuvo toda la noche bregando con el animal.

—¡Yo qué sé si le llegó a tirar al suelo alguna vez! Porque él nunca decía nada, era muy orgulloso y obstinado. Después de la paliza que le dio al animal y la que se dio él, aparecieron los dos: el animal cansado, entregado, y él venía ¡hechito polvo! Después de esto, hacía lo que quería con el caballo, era una muy buena bestia —me susurra Manolo con cara de satisfacción.


Pasa un vecino y le saluda: ¡Manolooooo! Él le devuelve el saludo: ¡Vaya usted con Dios amigo! Manolo me sigue relatando con ilusión:

—A Alberto Del Valle se le soltó una vaca y este hombre llamó a Baltasar para que se la cogiese. Baltasar cogió el caballo y se acercó a mi casa y me dijo:

—Mira Manolo, tú y yo vamos a ‘arrecoger’ la vaca, porque esta gente, me parece que no van a ir ninguno. Mira, está en esa finca, me indicó él, cerca de la finca de Miguel.

Ensillo yo mi caballo y nos acercamos al lugar en el que se encontraba la dichosa vaca. Y me dice Baltasar: Mira, ¡allí está la vaca! Y pillamos los dos y fuimos a por ella; la vaca estaba al lado de un chaparro y para que no subiese más el animal por la parte de arriba, cogió él por ahí —me señala— y rodeó al animal por la parte de arriba. ¡Y no se le ocurre otra cosa que ‘arrecoger’ un chino ‘menuillo’! Lo colocó en la honda y se la lanzó a la vaca, con tan mala suerte que le dio tal chinazo a la vaca, que ésta se desplomó:

—Baltasar que te has cargado la vaca, le dije. ¡Que la has ‘matao’!, le repetía.

Y se puso muy serio y me dijo:

—Va, va, ¡que va a estar muerta!

—Mira Baltasar, ¡que está muerta!, le repetía yo.

Nos acercamos a la vaca y nada más ‘de verla’, fue entonces cuando se dio cuenta él que la vaca estaba muerta de la ‘pedrá’ que le dio al animal. Y exclama él, un poco decepcionado:

—¡Ni que lo hubiese planeado deliberadamente pues, me la he cargado!

¡Se cargó al animal de un chinazo, chiquillo! Este hombre, no tenía temor de ‘na’ —repite Manolo—. Era un hombre muy capaz, era una persona muy completa y de un gran corazón —afirma—.

—Interviene la mujer que nos acompaña para decirme:— Una de las mujeres que lo vieron cuando lo detuvo la Guardia Civil, fue una sobrina mía, que ‘cuantico’ lo vio, vino corriendo a decirlo al Cobre. Además, te voy a decir que este hombre en esa época tenía mucha tela; era un hombre muy valiente y muy bragado —me repite la señora—; era un hombre que sobresalía de los demás. —Se refleja en su mirada que este hombre fue fascinante para ellos y lo dicen con orgullo.
 
Sifón de entrada de la fábrica de la luz
En el río de la Miel

Nos despedimos efusivamente, dejando detrás de mí a una pareja muy agradable, con arrugas en sus caras por el paso del tiempo, rostros envejecidos y curtidos por el clima de nuestra tierra pero con la mente y el espíritu de su juventud. Con ellos puedo comprobar con satisfacción y agrado que se sigue respirando el espíritu de Baltasar en la morada de gentes humildes y sencillas.

De una barriada sencilla. En la Vega de El Cobre y Los Arcos. De una ciudad con luz propia: Al-Yazirat al Jadra o Algeciras. Y de una Nación sin igual: Al-Andalus  o Andalucía.
 

Sigo recorriendo los caminos buscando aventuras y aportaciones que me transporten a un tiempo que ya pasó, para que no quede en el olvido, junto con sus gentes, junto a sus vivencias. 

Mis piernas saben dónde tienen que ir, están dirigidas por mis pensamientos y siguen por la carretera de El Cobre para adentrarse en la calle Curro Muelas y, tras su paso, dirigirme a una de las últimas casas; pasando antes por las de Miguel, Paco ‘el gordo’, Enrique, Lola, Nina, Paco, Paulina, Ana, Anita, Catalina, para seguir caminando hasta acercarme a una verja, que tiene la entrada de la casa de Eugenio Rojas. Este hombre vive al borde del río de la Miel. Su casa está cercana al puente de cemento que cruza dicho río. Paso obligado para pasar a El Tunar y otra opción para pasar a Chorrosquina. Camino que fue un día por el que se tenía que pasar para la recogida del agua al manantial de El Chorro.

Me acerco a la verja de su casa y con voz potente, más bien es un grito, le llamo por su nombre: ¡Eugenio!, ¡Eugenio!, le insisto. Tengo que repetir la llamada: ¡Eugenio!, ¡Eugenio! y en la consabida espera brotan como el trallazo de un látigo mis recuerdos. Y me veo en esa misma casa cuando éramos niños llevando la taleguilla del contrabando que nos daban nuestros mayores, y que yo dejaba en dicha casa (café, tabaco, azúcar, manteca, jabón...). Con la mirada, sigo repasando este lugar privilegiado donde vive Eugenio Rojas. Insisto otra vez y le vuelvo a llamar, pues hay distancia hasta la casa.

Por fin, sale una muchacha y me dice:
 —¿Que quiere usted?
Yo le digo, observándola: ¿Está Eugenio?
—Yo soy su hija, me contesta.
Me identifico y ella me dice:
—Yo vivo al lado de él, en otra hermosa casa.
Le  pregunto otra vez por él y ella le da una voz:
—¡Papá!, ¡aquí te buscan!, le llama.

Aparece Eugenio y le veo venir con esa tranquilidad que siempre le caracterizó, sin ‘bulla’ (como bien dice él), sin agobios ni prisas como en la gran ciudad. Lentamente se va acercando y observo su semblante, su cara sonriente refleja una franca alegría; me conoce, se lo noto. Abre la puerta y con su peculiar sonrisa me dice:

—¡Hombre Antoñillo!, ¿qué haces tú por aquí? Pasa, pasa.

Y sin darme tiempo a saludarle, me hace pasar a su finca; adentrándonos por una vereda con un hermoso paisaje, surcado a derecha e izquierda por todo tipo de árboles frutales y hermosas plantas, hasta llegar a su morada. Por fin llegamos a un patio y me invita a sentarme en una mesa que tiene debajo de una gran higuera para ofrecerme una cerveza, la cual compartimos con otro señor que está preparando una paella de fideos con marisco.

Empezamos a hablar y, mientras me habla de sus recuerdos, le interrumpo y le digo lo que pretendo hacer sobre la vida de Baltasar; cuáles son mis intenciones y que estoy poniendo todas mis ilusiones, en poder escribir la vida de Baltasar. Eugenio se pone a pensar, está desconcertado, no sabe qué decir; yo le dejo que ponga en orden sus ideas, sin atosigarle.

Mientras se decide a hablar, observo con la mirada todo lo que me rodea, sentado debajo de la higuera que nos proporciona una espléndida sombra que nos ayuda a apaciguar el calor sofocante que nos agobia, rodeados de granados, nogales, naranjos, platanales, membrillos … y más árboles que hay por el lugar. Eugenio vive en el centro de la naturaleza, por ello se puede respirar los perfumes que brotan de estas plantas, con satisfacción y la paz que me proporciona el lugar.

—¿Qué más se puede pedir para vivir?

Eugenio es un privilegiado y, a la vez, es un enamorado de la naturaleza.

Le observo y me da la impresión de que le he pillado por sorpresa, él no se esperaba mi propuesta; no sabe que decirme. No se lo esperaba y sigue pensando.

Yo le doy ánimo para que se decida y me cuente cosas y vivencias de Baltasar, tratando de romper el hielo. Le pregunto por el caballo Mora, que sé que le voy a sacar una sonrisa. Por fin, rompe su silencio, y me dice con la sonrisa que esperaba:

—Mira lo que te voy a decir: este caballo se lo compró al que lo tenía porque ese hombre no podía con el caballo.

Saca otra cerveza y la compartimos los tres y, de esta forma, Eugenio poco a poco se va animando a contarnos sus relatos. Instantáneamente, retornamos a los recuerdos y vivencias de la vida de Baltasar Acedo Trola.

Todavía le miro y observo sus recelos. Y comienza a decirme:

—Muchas veces empieza uno a recordar… pero ahora mismo yo... no sé..., era... es que... —titubea, no sale de su sorpresa: Yo lo único que te puedo decir es que ha sido muy bueno para todo el mundo. Has ido a pedirle un favor o lo que sea y él te lo hacía. Después, cuando..., no sé... —sigue titubeando—. Yo desde la edad de once años lo conocía, ya te digo. Si me pongo a contar cosas de cuando él era joven…

—¡Yo que sé!, repite Eugenio rebuscando y hurgando en su memoria...

De pronto, le brota una risa contagiosa. Está poniendo en orden sus recuerdos y preparando sus relatos de esos tiempos ya pasados pero que tiene tan presentes en su recuerdo.

—De Baltasar todo el mundo no piensa igual, las personas somos muy diferentes —me dice—. Me acuerdo que yo tenía unos cochinos en la casa y un día se me escaparon y cogieron el regajo abajo ‘jullendo’ y resulta que se metieron en la finca de Baltasar. Y yo no sabía siquiera dónde estaban los cochinos. Entonces, como siempre, me  fui a su casa a hablar con él, como tenía la costumbre de hacer todos los días. Y cuando yo llegué, a los cochinos ya los habían encerrado. ¡No los encerró él!, los encerró el hombre que tenía trabajando para él. Cuando yo llegué, me dice Baltasar:

—¡Abre la puerta y llévate los cochinos!

—¡No!, ¡no!, le contesté. Sólo he venido a saludarte y charlar contigo, ¡te espero aquí fuera! Pero él se metió para la casa enfadado y ya no salió de ella para conversar, como otras veces lo hacíamos. Me tuve que marchar sin más. Después, yo hablé con él y lo arreglamos. Esa fue la única vez que me enfadé con Baltasar.

—Yo le pregunto sobre cómo trataba Baltasar a sus hijos de jóvenes. El padre era muy duro con ellos —me responde Eugenio—. Fue un hombre del pasado. ¡Vamos!, de otra cultura diferente; el conocimiento que la calle le enseñaba, ¡como a todos los que nos tocó ‘de’ vivir en esa época! Era otra mentalidad, la que le enseñaron. Fue mucho lo que pasó de niño. Para mí, fue un hombre del pasado —insinúa—. A lo mejor llegaba uno de sus hijos un sábado más tarde de la cuenta y ¡bueno está!, me decía; pero entre semana, el que venía más tarde de las dos de la mañana, estaba apañado. Porque él no se acostaba, estaba detrás de la puerta y el que llegaba tarde, se encontraba la puerta cerrada. Llegaban y tocaban, y él les decía:

—¡La próxima vez que llegues tarde, no te abro la puerta! ¡Te vas a quedar fuera! Dentro de la casa, ¡no!

¡Cogieron un miedo los chavales! Y, de esta forma, los puso a todos en vereda, a trabajar.

—‘Quillo’ —me dice— ¡Que trabajan 12 y 14 horas diarias esa gente, todos los días! Por las noches descansa uno pero a las 5 de la mañana están cargando el pan en el todo terreno y así hasta que se termina, sobre las doce o la una. Menos los sábados, que terminan a mediodía. Ganan dinero, pero lo trabajan —me repite Eugenio—. ¡Se lo ganan pero todo sale de su trabajo, del trabajo de todos ellos!

—¿Y las casas que tienen sus hijos alrededor de él? ¡Da una alegría verlos a todos alrededor de él! Sólo la mayor hizo la casa a gusto del marido, los demás todos a gusto del ‘pae’.
 

—De joven, a Baltasar no le gustaba nada más que hacer diabluras y trastadas —me dice Eugenio con nostalgia pero a la vez con regocijo de poder hablar de él conmigo.

Yo le sigo animando a que me siga aportando las vivencias de su juventud, por la necesidad que todos tenemos de saber más sobre este generoso hombre, que era un personaje para nosotros, aunque sólo sea para sus hijos, nietos y todos aquellos que lo quisimos y que tanto aportó a nuestras vidas.
 

Le recuerdo a Eugenio que en la casa donde él vive, yo de joven solía llevar las taleguillas con el contrabando a mis primos, que vivían allí: Ana Medina y Antonio Cabrera. Eugenio se resiste a hablar. Yo le sigo insistiendo sin atosigarle. Creo que no podemos dejar que este personaje se nos vaya sin que el pueblo conozca su humana y fantástica vida y que la única forma que tenemos de que no desaparezca de nuestras vidas y de las que nos precedan es escribiendo en un libro con sus vivencias y sus historias contadas por todos aquellos que convivieron con él.

—Yo sólo soy un mero instrumento que con estas humildes manos y mi pluma pretendo poder contarlo, con vuestra aportación, le explico. Todo lo bueno y lo malo, de Baltasar que también tendría —le insinúo—. Y, a la vez, dar a conocer los rincones de este valle que fue de La Miel, como su río bien lo dice “Río de la Miel”; lugar donde nació y donde transcurrió toda la existencia de Baltasar. En este paraíso que, junto a la Garganta del Capitán, el otro río que baña esta comarca, y junto a sus molinos y sus cortijos, fue lugar de piratas y berberiscos en tiempos ya lejanos, y también de grandes contrabandistas, según me contaba Diego Morales.

Me despido finalmente de Eugenio Rojas hasta otro día, que volveré a intentar sacarle información más concreta y personal sobre Baltasar.
 

Recuerdo entonces a Diego Morales, que me aportó sus conocimientos sobre esta zona:

 —Mira lo que te voy a decir, el molino de San José antes fue una fábrica de papel… esto sería sobre el año 1814. Era para lo que se usaba lo primero de nada, para un tipo de papel que se hacía en el lugar y que era papel de estraza.

El agua era muy importante para poder reciclar el papel viejo, que es lo que se hacía en dicho molino —me explica Diego—. Este molino tenía unas pilas, que pesaban toneladas. Estas piedras, por su peso, las tuvieron que llevar con unas carretas. Las pilas estaban muy bien hechas y, por medio de una corriente de agua que pasaba por ellas, iban mojando el papel, luego ese papel reciclado se iba convirtiendo como decíamos nosotros en “gachas” y, cuando estaba disuelto, tenía unas ‘canicies’ que arrojaban esa agua con aquel sedimento. Luego, se colocaba en unas repisas de madera para después ponerlo a secar. ¡Y se pasaba así del papel reciclado al nuevo papel de estraza!

—Unos cuantos años después es cuando se empieza a moler harina en el molino —afirma Diego—. Y de esta forma ya se dejó para moler harina en el año de 1.833, pues resulta que este molino tenía la fecha puesta en la puerta. Posteriormente, cuando se hicieron cargo de él para su apertura, fue cuando vieron lo de la fecha del molino; cuando lo empezó a explotar  El Moreno.
 

—Y de esta forma Diego se queda en este entorno y con estos hermosos paisajes, con sus molinos y cortijos de la zona—. Y siguiendo el curso del río, nos encontramos con el molino que se llama el de Los Cachorros —y me recuerda Diego.

—¡Todo esto se encuentra en la Garganta del Capitán! Este molino está ubicado subiendo el río, a la mano derecha. Si seguimos subiendo el curso del río, a la mano izquierda está otro muy antiguo, el molino de Botafuego.

—¡Se comentaba por esa época que esa zona era de gente corsaria! ¡Vamos, que estas gentes corsarias, se instalaron en esa zona y se apoderaron de esas tierras para ellos! De esta forma fue como fundaron esos cortijos, para el descanso de estas gentes de la mar después de sus correrías y, ¡por supuesto!, para esconder sus botines en dichos lugares. Y estas gentes cogieron los mejores terrenos para sus fincas en la orilla del río.

—Precisamente, detrás del molino Botafuegos se encuentra El Galeón, que como puedes comprobar, —me dice Diego—, tiene puesto nombre de barco.

—Y el molino de Botafuegos, ¿sabes por qué se llama así? —me replica:

—El botafuego era una picota de hierro que llevaban los barcos de guerra, que era como una antorcha que se llevaba en los barcos para encender los cañones. Estas piezas de artillería se cargaban de munición y se rellenaban de pólvora. Y cuando los iban a disparar, en la chimenea del cañón, por la parte donde se cargaba y que se encontraba al mismo borde del hierro de la boca, en esta zona se echaba una pólvora más fina que la granulada, que era la que se volcaba por la boca del cañón, para que con su combustión expulsara la munición que se le metía.

—Cuando decían: ¡Fuego!, no te podías acercar al cañón —me asegura Diego—. Por la gran llamarada de fuego que de él salía. Y así disparaban los cañones.

—Cuándo se tenía que cargar otra vez el cañón, el botafuego se tenía preparado con su antorcha encendida, que era como una ‘palmatoria’ que se tenía clavada en el suelo, en la madera de la cubierta del barco.

—Diego me sigue aportando historias de su familia.

 —Mira lo que te digo: mi bisabuelo fue artillero, ¡y además, estuvo en la guerra de Cuba! Por ello, de contarlo en la casa, sé que él usaba el botafuego cuando disparaba los cañones que manejaba en el barco. Por lo tanto, no me cabe la menor duda —afirma.

—Te voy a decir que ese molino y esas tierras fueron de un corsario y por eso le pusieron ese nombre al molino, el “Botafuegos”. Y repite que un poco más arriba había un cortijo que se llamaba ‘el Galeón’ que, como puedes comprobar, también lleva nombre de barco.

Por lo tanto, los molinos de la Garganta del Gran Capitán son: Los Cachones, Botafuegos y el molino del papel, el San José. Este último molino también era una capellanía, que tenía también una ermita, ya caída que era, de la Virgen de la Merced; por eso se llama San José o de las Mercedes; ¡la hornacina que tenía el molino! Más arriba está el molino de Las Cuevas, él último del río arriba —explica Diego, que estaba presumiblemente encantado de poder remover en sus recuerdos, y más de poder contárselos a alguien de confianza.

  

—Ahora me cuenta lo que le decía su abuelo:— Mi abuelo me decía que al último molino que había allí le llamaban ‘el Lagartijo’. Pero, como pasa con estas cosas antiguas que son nuestra cultura, no se han respetado ni se respetan y han metido las máquinas para traer el agua y lo han hecho polvo todo, y lo malo de todo esto es que hacen las obras y luego se van, sin tan siquiera dejarlo como estaba. ¡Con lo hermosa que es toda esa zona!

—Los molinos están abandonados y cubiertos de zarzas. ¡Vamos, lo que queda de ellos! Me acuerdo que tenían unos anillos preciosos por donde se introducía el agua.
 

—Yo diría que está renaciendo en sus sueños del pasado, junto a esos hermosos lugares que están instalados en lo más profundo de su corazón y que no se cansa de relatar, y sigue caminando con su mente por esta hermosa tierra de sus fantasías, lugares que se encuentran ubicados en el término y los aledaños de Algeciras y su comarca. Y, sin más, nos situamos en otro lugar para decirme:

—Tú habrás oído nombrar... mira, tú te sitúas en El Cobre y te colocas mirando para la parte de Pelayo, y por allí está situada la fuente de La Negra. Esta fuente llevaba el agua al huerto de ‘Faría’, que cuentan que hubo una época que era de un corsario portugués.

Los corsarios tenían una asociación aquí en Algeciras, ¡y que no eran cualquier cosa!, ¿sabes? —recuerda—. Estos hombres vivían en carpas y la carpa que le decían el Rey, ésta era sagrada para ellos. El jefe de estos corsarios se trajo a vivir con él a una mujer de raza negra y, según cuentan, la tuvo muchos años viviendo con él, ¡ahí!, en esa finca. Y cuentan que este hombre siempre que salía se la llevaba con él, nunca se quedaba sola la muchacha en la finca. Esta mujer cogía el agua de esa fuente, cuya ubicación estaba  fuera del huerto de Faría, por eso se quedó con el nombre de la fuente La Negra. Esta finca tenía 49 fanegas de tierra y  ya está dentro de lo que es la finca de la marquesa, que poco a poco la fueron comprando, como también compraron el molino de El Cobre. Ya después hicieron un carril, que pasaba por la parte de debajo de Los Arcos, ¡no por donde está ahora!, se hizo otro enfrente a éste.

Los dueños venían de Gibraltar con los coches a la finca y lo que quedó de ella se lo alquilaron a la gente del telégrafo de Gibraltar, que venían un fin de semana los solteros y otro fin de semana los casados.

Esta casa tenía en la parte de atrás una puertecita que daba al río de La Miel y, allí había una choza que era donde se encontraban los sifones antiguos del molino, que había que ponerles la bombona del gas. —Sifones que éste que escribe tuvo la suerte de poder contemplar con sus ojos, cuando mi primo Juan Medina estaba de guarda al cargo de dicha finca.

Pasa el tiempo como un suspiro. Nuestra tertulia ha sigo larga y amena. No quiero cansarle más aunque, por la expresión de su rostro, intuyo que a este hombre se le ha parado el reloj. Su mente está en una nube que mantiene vivos sus recuerdos, como un defensor a ultranza de la naturaleza y de su tierra. ¡No se cansaría de seguir con los relatos de estos contornos que tiene esta tierra maravillosa de su Algeciras y del Campo de Gibraltar! Este hombre es para mí una gema preciosa, un diamante pulido, y le agradezco que me aporte las maravillas de su tierra.

Entre frases cortadas, que parecen un susurro, como el que no dice nada pero al final lo dice, comenta con nostalgia, poniendo toda la pasión en su relato:

De la Algeciras del siglo XVIII he tenido la suerte de haber visto yo aquí el patio ‘Cristovio’, el patio de Las Cabras, el patio de ‘La Fini’, el patio ‘Pichirichi’, el patio de Los Caballos… ¡Precisamente este patio era donde venían a juntarse los contrabandistas!, que estaba ubicado entre el Cuartel de Infantería y la calle que está enfrente…  y todo esto ya se ha perdido, como la playa del Chorruelo —me dice con resignación.

Ya le veo cansado e intento dejarlo para continuar otro día, si es preciso. Pero él no para, le brillan los ojos y la expresión de su cara está iluminada por sus recuerdos… Y me sigue contando.
 

Río de la Miel a su paso por el canuto hondo

 —Mira, te voy a decir que el huerto de Serafín tiene una historia muy bonita, porque resulta que también fue de gente corsaria. ¿Y sabes tú por qué se le llamaba Serafín? Porque el último propietario de dicha finca fue don Francisco Serafín, un capitán de la Guardia Civil. —Mira lo que te digo, ¡creo que su nieta ha muerto en San Roque! —asevera—.  Este huerto es muy interesante —continúa relatándome Diego—, tenía en la chimenea, en la parte superior, una mano que tiene cogida entre sus dedos un ramo de rosas.
 

Nuestro amigo Diego, sin darse cuenta, se pasea de un lugar a otro, como si de un sueño se tratase y continúa con su aportación:

Mira, también estaba el huerto del Pantano de los Jazmines que está en lo alto del cerro. Esta finca tiene unas escrituras muy bonitas (las escrituras de dicho huerto), porque en ellas viene reflejada la servidumbre que tenían por aquella época, que le decían El Caserío por aquel tiempo. Y resulta que ponía que tenía la servidumbre el derecho al ‘lebrillo’, a horno y a la era.

La trilla había que hacerla en la era que estaba junto a la casa. Esta finca se componía de varias partes y, la que estaba situada más a la parte de abajo tenía el derecho a subir a la casa de arriba y usar el lebrillo de amasar y el horno. También tenían puesto en los papeles el nombre de cada vaca. ¡Eran unas escrituras muy curiosas! —me repite—. Su último propietario fue ‘Carajín’, este nombre no era por él, era por su mujer, que fue la que heredó dicha propiedad.


Y ya sin más preámbulos nos despedimos con un efusivo abrazo, llevándome conmigo la grata compañía y la franca sonrisa de don Diego Morales.

Por otra parte, mi madre, Luisa Medina Villatoros, me cuenta que en el huerto los Jazmines vivió su madre, Ana Villatoros Covos con sus padres cuando y que también recuerda que la madre de ‘Dieguito’ se llamaba doña Tomasa, más conocida por Tomasa la comadrona y practicante de El Cobre.


Vuelvo una vez más a la casa de nuestro amigo Eugenio Rojas para seguir con sus aportaciones sobre Baltasar y estos lugares. Comentamos la diferencia de la gran ciudad con estos lugares y parajes. Yo le digo que cambiaba todo esto por todas las riquezas de la gran urbe en la que vivo. Eugenio, con una franca sonrisa, me susurra, poco a poco:

—Es que..., yo de la vida de él...

Observo su timidez, o quizás su reparo de contarme cosas de sus amigos y compañeros de aquella época que fue tan dura para ellos. Pero se está animando. Le entra una corriente de aire fresco y en las facciones de su cara se ve la ilusión, y comienza diciéndome:

—¿Qué quieres que te cuente?

Yo le insisto y le trato de animar y mencionándole ahora al padre de Baltasar. Su rostro cambia de expresión.

—Cuando se enteró Baltasar de que su padre estaba muriéndose, agarró, fue y lo recogió. Estaba en la estación de San Roque... —Sigue dudando, se le amontonan los recuerdos.

—Mira lo que te digo: Baltasar se crió con su tío Juan Medina, más conocido por su apodo, que era ‘Juanito Forraje’, y a Manolo, su hermano, se lo llevó su tía María Trola, hermana de tu tía Catalina. Pero su hermano tuvo muy mala suerte, se murió haciendo el servicio militar en Ceuta… ¡y el que también murió haciendo el servicio militar fue tu primo Manolo, el hijo de tu tío Juan!

Yo le sigo insistiendo, sin atosigarle, en que la única forma que tenemos de saber de la persona de Baltasar es escuchando lo que personas como él puedan contar, por ser sus personas más allegadas y las que convivieron con él. Me doy cuenta de que posiblemente tenga reparos en contar cosas ya pasadas, que para ellos puedan resultar de una gran intimidad. Yo le sigo insistiendo en que no se trata de hacer ningún juicio a nada ni a nadie, y menos a la figura de Baltasar; en que para mí son muy importantes sus recuerdos, como lo puedan ser para él, y en que de esta forma podamos tener sus memorias y no sea olvidado. Y que, siempre que queramos,  podamos recordarlo por medio de esa forma magistral que es el libro y su lectura, la única forma que tenemos de poder mantener viva su figura y sus recuerdos, para que no queden en el olvido.

—Hoy, ni nosotros ni nadie, podrá  juzgar a aquellos que nos precedieron... Era una forma de nacer, una forma de vivir y una forma de morir. Otra cultura muy diferente de la que tenemos hoy. —Su voz titubea y me sigue diciendo:— Yo... no sé..., yo... no sé... Hombre, Baltasar ha sido siempre... ha sido un hombre que... que... Él siempre ha tratado que ‘de una peseta hacerla un duro’.

—¿Que si de la peseta, podía hacer un duro? ¡Sí ha podido!, él lo hacía. Yo sé que siempre que ha visto un necesitado, enseguida él decía: Si quieres, yo te echo un ‘cablecillo’. Se lo decía a todo el que veía en apuros.

—Yo sé de uno a quien le prestó treinta mil duros y de otro que le prestó veinte mil  ¡y no se lo han pagado!... Pero él me decía: Va, va, va...

—Él siempre se destacaba de todos nosotros, era diferente a los que nos juntábamos con él. Tenía algo especial que yo no te lo puedo explicar, Antonio. Era algo que te contagiaba. Vamos, que te endulzaba la vida... Con lo puñetera que fue nuestra juventud y el hambre que pasamos...
 

—Recuerdo una vez… Mira, él tenía un perro, era de raza, un pastor alemán, que junto al caballo, formaban un buen trío. Siempre iban por ahí los tres, muy acostumbrados: el caballo y el perro juntos, con él. Una vez, en Mata Puercos, a un vaquero le vimos que estaba bregando con una novilla y trataba el muchacho de llevársela. Y Baltasar se acercó y le dijo al muchacho:

—¡Muchacho!, tú, de la forma que tratas al animal, no consigues llevarte a la novilla.

—¡Si no hay quien la eche fuera de aquí! —exclamaba el muchacho. Y entonces, Baltasar le ofreció su ayuda. El muchacho asintió y se mostró de acuerdo. Y, sin más, Baltasar le dijo:

—Déjame a mí, ¡vamos a ver si la podemos apartar un poquillo de ahí, de donde la tienes acorralada!

La apartó un poco, le echó el perro y el animal aventó detrás de la novilla, y él montado en el caballo. Y cuando llegó a la altura de la novilla, saltó del caballo y se tiró en lo alto del animal, coguiéndola por la cabeza. Se agarró al cuello y la tumbó allí mismo en el suelo, y el perro siempre a su lado. La amarró con una soga por la cabeza, sujetándola a la montura del caballo. —¡Así, del pescuezo!, me indica Eugenio—. Él iba detrás de la novilla, con otra soga que le echó al animal, y el caballo tirando de la vaca.

—Yo le interrumpo y le pregunto:

—¿Pero el caballo iba solo?, ¿no iba él montado en el animal?

—El caballo iba solo, ya sabía lo que tenia que hacer —me responde Eugenio—. Este animal no improvisaba, Baltasar lo tenía bien enseñado, lo había domado él. En este caso nos mostraba sus conocimientos y por ello iba solo. Él iba detrás con otra soga, como te he dicho, para aguantar los tironazos de la vaca y el perro, marcándole el camino, y así sacaron y se llevaron la vaca. Era un maestro con los animales. No se le resistían, podía con todos. Este hombre sabía cómo manejarlos sin actuar con brusquedad.


Antonio Molina Medina


CONTINUARÁ