UN HOMBRE DEL COBRE 2ª EDICIÓN-REFORMADA

Como cuando me pasó lo de las vacas —me sigue contando este amigo de Baltasar—. Hace tres años o cuatro tenía yo unas vacas en el monte y no las tenía en regla. ¡Vamos!, que tenía problemas con los impuestos y por ello no podía cobrar las ayudas que daban por cada vaca en la Junta de Andalucía. Llegó Baltasar a la casa un día y yo le conté mi problema. Y él me dijo:

—¡No!, ¡no!, no hay problema, yo te arreglaré los papeles que se necesitan para que las tengas legales.

Me acompañó al banco, esperamos a que nos atendieran y cuando le llamó el director, me dijo que le acompañara y entramos los dos. Y le dijo él al director:

—Mire usted este muchacho, tiene problemas para arreglar los papeles sobre unas vacas que tiene en los montes. Y por ello, no cobra nada de la subvención que da la Junta de Andalucía por cada vaca que tienes.

Después de esta explicación que le dio Baltasar, el hombre se lió a preparar los papeles: pin, pin, pin, pin… Ya después de hacer muchos papeles yo me encontraba ansioso por saber algo, y a la vez resignado, ¡pues poco podía hacer yo!, sólo esperar. Y en éstas que me llama y me pregunta:

—Tú tienes menos de 15 vacas, ¿no? —Y yo le dije, que sí. ¡Pues entonces, tú vas a cobrar las ayudas de las vacas! Y se lió… pin, pin, pin…, firma aquí, firma aquí… ¡Ya lo tienes arreglado!, me dice, ¡este año lo cobras! Y yo le dí las gracias al muchacho del banco por todo esto. Me mira y me dice el del banco:

—Las gracias se las das a ese señor que esta ahí sentado que, gracias a él, se te están arreglando los papeles.

—Le da una calada al cigarro y tomando un buche de cerveza, —Miguel me dice con nostalgia:

—¡Todos estos problemas, te los arreglaba este hombre! Pero luego para pagar… ¡‘ozu’ quiquillo! Torciendo el morro, observo que su cara se transforma, y esboza una agradable sonrisa—. Pero para lo que fuera, iba Baltasar y te buscaba la solución como fuera; y lo hacía él personalmente, te ayudaba a salir de ese ‘boquete’ que estabas ‘metío’.





Perseguido por la Guardia Civil



En mi amena charla con Miguel, él saca el tema del acoso y los percances que Baltasar tuvo con los agentes ‘del orden’—

¡Cuántas veces los guardias civiles lo tirotearon, chiquillo! Y muchas veces estuvieron a punto de matarlo... Si no lo mataron fue de milagro. —Y, sin más, me empieza a contar la odisea de su apresamiento por la Guardia Civil:

Ya hacía tiempo que estaban detrás de él. Había una orden de busca y captura contra él pero no lo podían coger, era muy escurridizo. Pero, claro, en un descuido que tuvo… bueno, esto pasó después de que hubiera un chivatazo, que fue por lo que lo cogieron. Él me lo contó a mí cuando salió de la cárcel. Baltasar me dijo:

—Cuando yo me di cuenta de lo que pasaba, ya no tenía escapatoria posible. ¡Si intento escapar, me hubiesen matado! Miré para los lados. Uno estaba delante de mí, por aquí debe estar el otro… miro y miro hasta que lo veo y le digo:

 —¡Yo sabía que tenías que ser tú!

—¡Y yo sabía que te tenía que coger a ti!, le contestó el guardia.

Le cogieron, le amarraron allí mismo y el civil que tenía tantas ganas de cogerlo, todo orgulloso, le dijo:

—¡Venga, móntate en el caballo!

Y le dice Baltasar:

—No, no, andando, ¡tú eres capaz de matarme por la espalda  y luego tirarme por un barranco! No me fío de ti, pues tú eres una mala pieza.

Ya esposado y caminando detrás del caballo, se lo llevaron al pueblo. Pero, en vez de ir por El Cobre, se fueron por detrás, ¡por ahí por el molino! —mi interlocutor me señala con la mano en la dirección del molino Escalona—: dando la vuelta por detrás, que si llegan a pasar por El Cobre se hubieran liado la gorda. ¡Ya la gente estaba preparada contra la Guardia Civil! (según me relatan personas del entorno—me indica—). Dos mujeres del pueblo lo vieron como lo cogían y, cuando se quisieron dar cuenta, ya se lo llevaban; y por ello se enteraron en El Cobre, ¡que para entonces ya Baltasar estaba en la cárcel de Algeciras!

—¿Sabes quién lo cogió? —le pregunto.

Mira, ‘lo trincaron’ en Las Cabezuelas y el que lo trincó lo apuntaba con una metralleta; era un tal ‘Canario’, que se apodaba así. Este hombre ya murió, —me dice que le dijo Baltasar y me recuerda que todo esto se lo contaba él en sus ratos de charla—. Baltasar me reveló cómo fue:

—Yo estaba descuidado, con las manos puestas en la montura de mi caballo, cuando, de pronto, me salió uno por delante. Como tenía las manos encima de la montura y con las riendas cogidas, pensé en soltarlas y de esta forma poder saltar en un zarzal que había por allí abajo, hacia el río, e intentar escapar río abajo. Pero ¡no!, pensé para mí, porque el otro tenía que estar cerca, estos nunca van solos. El otro tiene que estar por ahí, (me repetía), pues yo sólo veía a un Guardia Civil.

Y miro, le veo y pensé: ¡si salto, el otro me va a matar! Y ya me resigné y me entregué… no antes de decirle: ¡Yo sabía que tú me ibas a coger!

Y ya me bajaron andando para Algeciras. El otro guardia, ‘el Canario’, era un tío muy grande. ¡Fue el que estaba en lo alto del tajo sin dejar de apuntarme con su arma hasta que llegamos al pueblo!

Le cogieron, según me contaba él, en el Canuto Hondo, por debajo de Las Cabezuelas. Después de que llegaron al cuartelillo y entregaron el preciado trofeo, que para ellos era la captura de Baltasar, a esta pareja sus superiores les llamaron para mandarles a realizar otro nuevo servicio.

—¡Venga, que tenéis que ir a Las Colzas!, —les dijeron.

—Bueno, pero nos darán unos caballos frescos, ¿no?, que estos están cansados.

—¡No!, ¡no!, tenéis que ir andando, les dijo su superior.

¡Se creían ellos que habían hecho un gran servicio! —me indica irónico Miguel—. Estos hombres cogieron la vereda para arriba, pun, pun, pun..., porque aquella misma noche, tenían que estar en Las Colzas haciendo el servicio. ¡Les dieron en el pescuezo a los dos! —le sale espontánea esta afirmación, excitado y con mucha rabia contenida—.





El pudor de hablar del pasado



—Lo deja ahí y comienza con otro relato. Entre cigarros y tragos de cerveza, este hombre, ya maduro, me dice todavía con mucho recelo lo que supone para ellos el poder contar estos relatos. Pero así podemos enterarnos de sus peripecias en esos tiempos pasados y peligrosos en los que muchos quedaron en los caminos, siendo ya historia para las gentes venideras. Y también así recogiendo sus palabrotas, forman parte de su historia sus auténticas leyendas, ya pasadas.

—¡Mira chiquillo, esto no lo debías ‘de poner’! —me insinúa de vez en cuando mi contertulio.

—Y yo le digo que estas cosas son ya irrelevantes, son muchos años; historias que pasaron y que pertenecen a otra época. Ya no tienen importancia.



Sería sobre los años cincuenta, por esas fechas —me sigue contando Miguel, mirándome de soslayo—. Estaba su mujer Antonia allí en la casa y le dice:

—Mira Baltasar, que… —de repente, para y me susurra:

Esto que te voy a contar... igual no lo tendrías que poner… que son cosas que acaecieron ya y creo yo que no está bien que se sepan… pero son ya muchos años. Los años han pasado para nosotros y sólo nos quedan los recuerdos.

—Para estos hombres que los vivieron, les es difícil olvidar. No se desprenden de su pasado tan fácilmente pero, a pesar de todo, respeto a las personas que tienen sus recelos y sus miedos de contar ciertas cosas, que en años pasados les comprometieron. Y veo que son muchos los que tienen reparo en contármelas, por razones obvias y que yo comprendo. Quizás por miedo pienso, han pasado muchos años pero quedan las heridas que, muchas veces, tanto tardan en cicatrizar. Sólo le prometo, y así lo hago y deseo que ustedes lo comprendan, que su nombre quedará en el anonimato.



—Finalmente, termina su relato, con un poco de suspicacia—. Estaba yo un día en casa de Baltasar y también estaba, como siempre, su mujer; nos tomamos una cerveza. Y en éstas, que le dice Antonia a su marido:

—Mira Baltasar, que te tengo que decir un comentario, que me lo han venido a decir. Acaba de estar aquí el teniente de la Guardia Civil, fulano de tal, y ha venido a decirme que tengas mucho ‘cuidao’, que hay una orden de busca y captura contra ti ¡y que andan a ver si te pueden coger!

Y le dijo Baltasar: —Mira Antonia, estas cosas no las puedes contar nada más que a mí, mira que son conversaciones muy delicadas que no puede ni debe enterarse nadie de esto. Bueno, ya las has contado y delante de este hombre, ¡menos mal que con él hay confianza! Pero ¡delante de nadie..., delante de nadie se dicen estas cosas! —me repite exclamando—. ¡De lo que te ha contado a ti ese teniente, no lo cuentes a nadie! —me cuenta que le insistía, Baltasar a Antonia ligeramente alterado. Y me dice que le repetía:— A éste, porque es amigo y compañero, ¡pero ya lo has contado!, menos mal que era éste si no, la hubieses hecho buena...

Eso se lo dijo Baltasar a Antonia delante de mí. El teniente estaba pendiente y le mandaba las razones allí —me afirma con ese lenguaje del campo que tanto aprecio.

¡Mira, que tengo mucha prisa! —De repente, me dice que ya charlará conmigo en otro momento. Nos despedimos, vacila y, mirándome a los ojos, me repite que por favor no pongas su nombre. “De acuerdo”, le digo, con todo el respeto que me merecen estos hombres que para sacar un trozo de pan para sus hijos, llegaban a jugarse la vida a diario, y, cuando no, trabajando de sol a sol. No puedo por menos que respetar su anonimato.




Yo continúo mi camino, para poder dar testimonio por medio de estas grabaciones que saco de sus gratificantes aportaciones y poder construir estos pequeños o grandes relatos.

Sigo pensando, ¡han pasado ya tantos años!, pero debemos contar todo lo que sepamos y podamos de la vida de este gran hombre, Baltasar Acedo Trola. Y reflejar tanto a él como a tantos hombres que sólo hicieron lo posible, con los medios que tenían, por intentar dar de comer a los suyos en los años en los que había por todos los rincones de nuestra España tanta hambruna, miseria y todo tipo de calamidades. Sobre todo en esa Andalucía, tan desgarrada por la maldita Guerra ‘Incivil’.

Estos hombres sólo cogían para subsistir lo que el Estado les negaba, puesto que el trabajo les estaba negado y, si lo tenían, mal pagado, no les llegaba ni para comer...

  

Llega un día Pepe Medina Trola a su casa, es una hora a destiempo.

—¿Qué pasa?, le pregunta Juan, su padre. Él le contesta con una afirmación y, a la vez, con tristeza:

—¡Que me han echado del trabajo!

Su trabajo lo realizaba en una de las fábricas de corcho que existían en el término de Algeciras. Pepe le relata a su padre:

—Resulta que ha llegado uno por allí buscando trabajar y dicen que le dijo al capataz:

—Mire usted, que yo quiero trabajo.

—¿Cuánto quieres cobrar?, le dijo el capataz.

—¿A como paga usted?

—A tanto la hora, —le contestó—, y este hombre le dijo:

—Yo, si usted me coge, le trabajo por menos dinero la hora. Entonces, el capataz le dijo:

—Si es así, ya buscaré yo un hueco para ti.

Acto seguido, el capataz me llamó y me dijo:

—¡Pepe!, ¡te puedes marchar! ¡Ya no te necesitamos!, con la consabida sorpresa para mí...

Ésas eran las explicaciones que daban en esos tiempos a los trabajadores cuando ya no los necesitaban. Imponían e impartían su ley a su capricho y antojo y, de esta forma, pocas opciones dejaban para llevar algo de dinero a la casa y poder sobrevivir.

Son los años de la posguerra, tan difíciles para nosotros y nuestras familias... Época difícil en la que poder subsistir.

  

Seguimos charlando y sigo escuchando ese acento tan característico de la baja y antigua Andalucía, su tierra, su lengua, la que siempre se habló… en este hermoso rincón. Y me sigue contando Mkiguel:

Aquí había un guardia civil que tenía una hija que estaba muy malita y no podían hacer nada por ella. Se la llevaron a Sevilla o por ahí..., lejos, y la niña que no se curaba. Esta criatura estaba empezando a ser mujer y, además, tenía unos males… vamos, unos males que se les moría. La llevaron a Sevilla —me repite.

—Yo le interrumpo para preguntarle: ¿A Sevilla?, ¡no! Es difícil seguirle con su acento tan peculiar.

Bueno, este hombre vino a charlar con Baltasar, estuvo hablando con él de sus cosas y le contó lo que le pasaba a él con la niña:

—Mira Baltasar, que mi niña se me muere y los médicos no saben lo que le pasa… La hemos llevado a los médicos y me han dicho: Mire usted, lo único que le puedo aconsejar es que le dé leche; pero que sea buena, de vaca recién parida, porque la niña tiene también mucha debilidad.

—Y Baltasar le dijo a este guardia civil:

—Mira, te voy a decir lo que vas a hacer tú. Todas las tardes vienes por la casa que yo hablaré con Francisco Cabrera para que te ordeñe un par de litros de leche de vaca recién ordeñada para tu hija.

—¡Pero tiene que ser vaca recién paría!, le decía el guardia.

Y ya Francisco lo sabía. Cada vez que venía, le quitaba el becerro a la vaca y, por el otro lado, le ponía el cubo; de esa forma, le quitaba la leche al becerro y ordeñaba al animal. Así, como Baltasar le dijo, el guardia se llevaba todos las tardes un par de litros de leche, lo que le había mandado el médico para su hija.


 

Resulta que ‘no sé por donde’, que la niña va mejorando, va mejorando —me repite xxx—, y la niña se puso buena,  ‘chiquillo’.



—Ahora llega Baltasar. A mi contertulio le resuena el interior del su estómago y le brota de golpe un potente eructo, ¡se ve que le ha sentado bien la cerveza! me digo para mí.

Oye chiquillo. Todo esto que te he contado, resulta que llega a los oídos del teniente coronel de la Guardia Civil, de la comandancia, de la que dependía este guardia civil. Este hombre estaba en contacto con Baltasar, ¡pero sólo era por el tema de su hija!; pero, por ello, un día lo llamaron a la oficina de su jefe. Y nos dijo que le dijo su superior:

—Mira, ¡que me han dicho que tú tienes contactos con un contrabandista de tabaco!

El muchacho ya se lo esperaba, porque también entre ellos ‘se chibateaban’, y le contestó sin pestañear: ¡Sí que los tengo! Y le dijo más al teniente coronel:

—Yo, aunque pierda la ropa, a ese hombre no dejaré de hablarle. ¡Eso nunca! y, mucho menos, el tener que perder su amistad… Mire usted, sólo le voy a decir que mi hija, como haya sido, él me la ha curado, no sé cómo pero está viva gracias a él. Los médicos me dijeron que tenía que tomar mucha leche de vaca y además tenía que ser recién ‘paría’ porque ésa leche era muy buena para mi niña. ¡Vamos, la mejor medicina! Yo no tenía dinero para costearme la leche y gracias a ese hombre la pude tener gratis. Y la niña se ha puesto buena.

Y el guardia civil continuaba, sin dejar hablar a su jefe:

—Ese hombre, ‘pa mí’ es un gran amigo, porque me ha estado ayudando una pila de veces. Usted no sabe las preocupaciones que ha tenido este hombre; lo que fuese bueno para mi niña, lo ha puesto al servicio ‘de y para’ ella. Por lo tanto, yo por él, ¡pierdo la ropa, si es preciso! Pero no me pida que pierda la amistad que tengo con él...



Eso lo dijo este hombre, ¡y nada menos que al teniente coronel de la Guardia Civil! Porque tenía esa amistad…, —me repite—, porque era una persona agradecida...

¡No sé si vivirá todavía! Yo lo conocía de cuando venía por la leche todos los días, ¡que cuando llegaba por la tarde ya le tenía Cabrera la leche preparada para que no perdiese tiempo y se la llevase para su niña!

  

—Continúo la amena charla con mi ‘anónimo confidente.

Sería del año 1.940 al 41. El Esteponero puso la harina, otro un poquillo de tocino, otro la sartén, —me cuenta de repente—; ¡la harina robada de nuestras casas! Y nos fuimos al Barranco Hierro, preparamos una candela y allí cocinamos las gachas. Empezamos a comérnoslas. Baltasar metió la cuchara y, al metérsela en la boca, como las gachas estaban recién hechas, se quemó. (Baltasar no podía comer las ‘comías’ muy calientes, se quemaba). Y, cuando menos lo esperábamos, trincó la sartén y empezó a correr por medio del ‘Jaro’, ‘pa’ arriba…, por el ‘Jaro’ arriba. Se escondió y nos dejó desconcertados a todos. Él se lió a comer, y una vez que ya se ‘jartó’, entonces vino para abajo, nos llamó y nos dijo:

—¡Yo ya he ‘comío’ lo mío! Si llego a esperar que coman ustedes…, me quedo sin comer. ¡Me quemaba coño!, dijo Baltasar.

Esto que te estoy contando lo hizo Baltasar en los años de los que más hambre había.

—Este hombre me lo cuenta como si de una solemne ceremonia se hubiese tratado; terminando su relato con nostalgia, embargado por los recuerdos. De improviso, me susurra—: Chiquillo, que te tengo que dejar, ya habrá más ocasiones de que hablemos, tengo que dar de comer al ganado.

—Lentamente se pierde por el huerto, con un brazado de forraje al hombro, camino del corral, donde descansan los animales.



“Tengo un monte por palacio,

por placeres las botellas

por amigos las estrellas

por riqueza,

Gibraltar”
 
Revista Almoraima, Algeciras





Los recuerdos de Pepe ‘el guarda’



Mediados de agosto de 1.999. Hago una visita a un familiar, su estado no es bueno, le encuentro triste y desolado, no muy bien de moral, la pérdida de una esposa tiene que ser muy duro de sobrellevar. Su compañera del alma se le fue. Mis pensamientos me dicen que este hombre se ha quedado vacío y solo con su angustia. Un hueco irremplazable que para él nunca se podrá llenar.

Dicen que el tiempo todo lo cura… ¡que se lo digan a él! ¡Mari Luz se nos fue!, —digo para mí—, y sin llegar a darnos cuenta, ella voló hacia la eternidad para encontrarse con los suyos en el lugar al que todos tenemos que llegar. Una terrible enfermedad nos la quitó y, como me dicen, sin estar enferma nunca. Todos la recordaremos como algo muy querido y especial. Para José, su marido y compañero, ésta perdida no tiene posible reparación. ¡El mundo se le ha venido encima!

—Ya nada será igual…, me dice con voz apagada, ojos hundidos y mirada llena de tristeza y melancolía.

Tras charlar le comento lo que pretendo hacer sobre la vida de Baltasar y le pregunto por Manolo Rojas, que debe vivir cerca de su casa. Me indica su morada, pero también me comenta que un poco antes de su puerta vive también otra persona que me podrá contar cosas de Baltasar que me podrán interesar: Pepe ‘el guarda’

  

Después de despedirme de José y desearle ánimos para seguir viviendo (¡como si fuera tan fácil para él!), me acerco a casa de Pepe. Le veo espigado y firme en la puerta de su casa. Su figura no ha cambiado: pelo blanco y bigotillo fino, también blanco ya por el transcurrir del tiempo. Al acercarme a su puerta él me saluda y yo le respondo con mi saludo. Me mira reticente y, con sorpresa, me dice:

—¿Yo a usted no lo conozco?

Es natural, digo yo para mí, son muchos años sin vernos. Le noto desconfiado y desconcertado, como es natural en estos casos. Soy un extraño para él. Todo esto ocurre en la puerta de su casa.

Ya me identifico por el apellido de mi madre, Medina, y percibo que duda. Son muchos años sin vernos, me repito, y se me ocurre dar mi apellido paterno:

—Usted conoció a Molina, mi padre. Su cara se trasforma en una sonrisa franca y agradable.

—El ‘granaíno’, me recuerda, y se le nota en la cara la alegría al pronunciar dicho nombre. Con una amplia sonrisa, me dice: Molina el ‘granaíno’. Y, sin más, me invita a pasar al patio de su casa y a tomar asiento con él.

—Hombre, ahora ya me acuerdo de ti, —me dice—. ¡Son ya muchos años que no te veía y se cambia tanto! Entonces eras un niño cuando corrías por estos campos… Mira Antonio, háblame alto porque estoy un poco sordo y ya soy viejo… —me dice.

—¿Cómo tu por aquí? —me pregunta.

Le relato los proyectos que tengo sobre la vida de Baltasar y le pido que si me puede aportar algo de su vida, a lo cual él me responde: Yo era..., mira yo... Este hombre titubea y, con su timidez, me dice: Yo poco te puedo contar de él... Poco a poco, se anima, rompe su timidez y se decide a hablar. Sin más, empezamos a charlar sobre el Baltasar de nuestros años de niños. Yo le observo. Mientras me habla de Baltasar, las facciones de su cara se templan, como si anhelara estar en su presencia; me doy cuenta que le es grato que hablemos de él.

Hablando con estos hombres, me doy cuenta de que son para mí como una biblioteca viviente, por sus conocimientos de la vida, y de que te llegan a sorprender gratamente. Pepe; el guarda, comienza su relato hablándome del ‘granaíno’:

—Yo coloqué a tu padre en las corchas que había en lo de la marquesa. Le coloque a él y a Miguel.

—¡‘Joe’! —me dice—, ¡yo tengo ya ochenta años! —y me empieza a describir los recuerdos sobre aquéllos años dorados para él.



—A Miguel, que está casado con la del Esteponero, ¡con Juana!, a él y a tu padre los coloqué yo conmigo. Ellos estaban para traer el pan, el ‘costo’ y esas cosas que se necesitaban para el día a día… ¡vamos, todo lo que se necesitase! —sonríe y me dice:— Al ‘granaino’, como le llamábamos nosotros, y a Miguel siempre los tuve yo colocados —me repite.

Ya con la confianza que te da este hombre tan sencillo, que es toda franqueza y generosidad, le recalco cuáles son mis proyectos y le insisto en que me narre historias de la vida de Baltasar y de su época. Le pregunto por su nombre completo y él gustoso, me dice que se llama, José María Herrera Otero, más conocido por Pepe ‘el guarda’. Con más ganas de hablarme parece que ha captado mi proyecto, estando conforme con que escriba sobre la vida de Baltasar Acedo Trola.

—Yo bauticé a Baltasarillo y a Javier, y Baltasar, el padre, me bautizó al chaval mío —me sigue relatando—. Yo conocí a Baltasar, aproximadamente, en el año 46, ¡desde ésa época lo conocía! Yo le bauticé a dos hijos y él me bautizó a mi Pepe —me repite.



—Él paró, mejor dicho, vivió con su tío Juan. —Yo le recuerdo que Juan fue mi tío también y él me mira sonriéndose y me dice:

—¡Ya me acuerdo de Luisa! Ya sabes tú que nosotros tratábamos más con los hombres que con las mujeres, por eso no me acordaba de ella, pero ahora sí.

Su memoria se abre poco a poco, los años no pasan en balde y sus recuerdos son para el ‘granaíno’… Me aprovecho de su memoria y de la ocasión para preguntarle por el corte que siempre tuvo en el cuello mi padre, el ‘granaíno’, que a mí  más bien me parecía un mal remiendo.

—Fue así, como yo te lo voy a contar: Este hombre tenía un ‘barrillo’ que le salió en el cuello, se le infectó y por eso se lo tuvieron que sajar; y los médicos se lo cosieron como si fuera un animal, ¡vamos, cómo se cosían los sacos! Por eso le quedó esa marca de la costura en el cuello… Yo estaba muy unido con este hombre —me afirma Pepe ‘el guarda’. Así gracias a este hombre, he podido saber por qué tenía el corte en el cuello mi padre.

  

Ya le vienen los recuerdos sobre Baltasar y comienza con su aportación:

—Yo conocía a Baltasar desde muy joven. Se casó con Antonia y tuvieron 9 hijos, cuatro varones y cinco hembras. Mira, esas fincas que ves, pegando a los Arcos y la carretera, las sembraba él de trigo y de habas.



En nuestra amena tertulia, se presenta una señora mayor que es vecina de Juan y, sin más, le pregunta a Pepe quién soy yo. Él le explica mi procedencia, le recalca que soy el hijo de Luisa y del ‘granaíno’. Le da las explicaciones de cómo me vio venir por el camino y que creyó que era un vendedor de esos que vienen por las puertas, no se esperaba tal sorpresa, le dice.



Esta mujer me pregunta a dónde se fueron mis padres a vivir y yo le contesto que a Bilbao. Mejor dicho, le digo que primero nos fuimos a la única Ciudad que tiene Vizcaya: “la muy noble y muy leal Ciudad de Orduña”, y que allí fue donde pasamos parte de nuestra vida, yo diría que la más importante etapa de mi vida, los años de nuestra juventud, años difíciles pero fructíferos para nuestra educación.

Seguimos con nuestra charla. Pepe le sigue contando a la señora que conocía a mis padres y el motivo de mi visita: La señora se interesa por el tema y me dice:

—Me parece bien que usted haga esto por Baltasar.

A lo cual yo le digo que todo lo que me pueda aportar sobre su vida me sería de una gran utilidad, y ella me empieza a contar cosas sobre este hombre.

—Baltasar era una buena persona, junto con su tío Juan, que también fue una gran persona. —Yo la interrumpo para decirle que este Juan también era mi tío, que fue hermano de mi madre, Luisa. Y tanto Pepe como ella, me corroboran que su tío Juan fue quien lo cuidó de niño en la finca de Chorrosquina y, según me dicen también lo cuidó su tía, María Trola, que era cuñada de Juan. Esta señora me sigue contando:

—Yo conozco a esa familia desde los años 50, que es cuando llegamos nosotros aquí, a estas tierras. ¡Desde que falta Baltasar, Antonia está echada a perder! ‘Baltasarito’ es el que está ya puesto en el negocio con su padre, ¡como es el mayor de los varones! —me repite que  son cuatro varones y cinco hembras. Y aquí descubro algo nuevo para mí, porque me dice que Antonia, la mujer de Baltasar, tuvo otra hija que se le murió al nacer. Luego me lo confirmó la propia interesada—.

Me habla de Baltasarillo y de Pepe, de como son los dos que más relaciones tenían con su padre en los negocios: Los dos son muy buenos, quizás ‘Baltasarillo’ sea más reservado, Pepe es más abierto —me sigue diciendo—. Y tanto ‘Baltasarillo’ como el Javier son los dos más ‘cayaítos’, los otros son diferentes.



—Yo le sigo insistiendo a Pepe sobre Baltasar y, su vida. Le pregunto por la doma de los caballos que él hacia tan perfecto… y, observo en él una grata sonrisa que se transforma en una risa agradable que me hace ‘de reír’ a mí también.

Ya Pepe me empieza a hablar sobre “El Mora”, el caballo que a todo el mundo le daba miedo montar. No lo montaba nadie, solo Baltasar.

—Un día me monté yo en el caballo… —me dice Pepe—, ¡y tú no sabes el miedo que yo pasé con el dichoso caballo! Mira, me monté en él y me acuerdo que empezó a llover. El animal, con lo sagaz que era, me inquietaba; para mí que se sentían los sonidos de los latidos de su corazón y yo lo dejé ‘de ir’ al animal. Y así como pude, pues yo estaba muy asustado, llegué con el caballo a la casa y me bajé de él. Recuerdo que sólo le dije: ¡Yo no me monto más en este caballo! Le teníamos mucho miedo, era un animal muy brioso y muy brusco, sobre todo con los que no conocía.



—Y me sigue contando: — El día que a Baltasar lo soltaron... porque, tú sabrás que estuvo él en la cárcel, ¿no?... Estaban los niños en la escuela, la que estaba cerca de la casa de una de tus primas, en la calle Curro Muelas, ¡allí estaba la ‘escuelita’ aquélla! Fueron tu primo Paco y el Juan, me parece, los que se acercaron a la estación de Los Barrios a recogerlo; porque dijeron que era mejor a que viniese hasta Algeciras. Una de tus primas bajó y lo contó, que iba llorando de alegría. Y pasó por delante de la escuela y por ello los chiquillos que estaban en la escuela se enteraron.

¿Y sabes lo que pasó? —me dice sonriendo—. Que dejaron al maestro solo. Se escaparon todos de la escuela, se liaron todos los niños a correr, para así poder ver llegar a Baltasar. Y el maestro decía: ¿pero qué pasa?

Y los niños le decían: ¡Que han soltado a Baltasar!, ¡que ya está libre! En vista de lo que pasaba, el maestro dijo:

—¡Bueno está!, yo voy a conocer también a ese tal Baltasar, porque no es normal que se me vayan todos los niños de la escuela.

—¡Pero tú no sabes cuándo llegó lo que hizo Baltasar! —Me sigue relatando Pepe—. A los primeros que invitó para celebrar su vuelta a la casa fueron los niños de El Cobre, lo celebraron en el huertecillo. Lo mismo que hizo en el convite de ‘Baltasarillo’. Los primeros siempre eran los niños. Este hombre quería mucho a los niños, —apunta la señora que nos acompaña—. Que Baltasar con los chiquillos ha ‘sio---’ y siempre, cuando una persona es así, se le llega a apreciar mucho.

Le interrumpo y le pregunto, cuál es su nombre.

—Me llamo Antonia Moreno. La madre de Antonia, la mujer del difunto Baltasar, era mi hermana.



Me voy convenciendo, poco a poco, de lo que me dijo mi madre: que en esta zona, por los años veinte, todos los vecinos eran familia.

—Y me sigue contando Antonia, sobre la mujer de Baltasar: A ella la dejaron de muy chiquita con mi madre, tendría ella unos  catorce meses o ahí cuando se la llevó mi madre, y la crió hasta que tuvo diez años. A los diez años, como tenía la abuela y los padres estaban solos, pues ella ‘se iba’ y ‘se venía’ y así se crió.

Me recuerda que el padre de Antonia se murió en la casa y que al padre de Baltasar también lo ‘arrecogieron’ ellos. Y me detalla que lo encontraron tirado en La Línea o, por ahí. De improviso, aparece otra persona por la puerta de la casa y a Pepe le empieza a fallar la memoria. Se aturrulla y se hace un lío al tratar de presentarme a este señor. Le pregunto por su nombre y me dice que se llama Antonio Jiménez.

—Este hombre es el marido de la mujer que acaba de  salir de aquí —me señala Pepe—. Antonio me pregunta por Luisa, mi madre, y le comento que está en Algeciras, que allí se pasa mucho tiempo con una sobrina, la hija de su hermana ‘Chana’, Sebastiana. Poco a poco le vienen los recuerdos:

—Enrique es primo tuyo —me dice y me recuerda cuando estuvo en mi casa en Bilbao una temporada—. A Luisa no la veo yo desde que se fue a Bilbao en el año 1948.

Me pregunta el motivo de mi presencia y que las preguntas que hago para qué son. Le repito lo que a todos, que una vida como la de Baltasar Acedo Trola merece la pena ser recordada y, como mejor se logra, es con una biografía. Y quién mejor para contarla que su propia gente, los suyos y los que tuvimos la suerte de convivir con él!

Seguidamente, me dice:

—Baltasar era sobrino de mi mujer. —¡Sí!, Antonia —afirma Pepe—. Pero mira, el que estará más informado de esto es su primo Paco Medina y, claro, es primo de usted también —me apunta Pepe.



Yo sigo con lo mío, tratar de sacar todo lo que pueda de estas mentes ya cansadas por el paso de los años, con esas arrugas en sus rostros curtidas por el poderoso sol de nuestra tierra, que contemplo con satisfacción. Gentes que pueden contarte historias de tiempos pasados, con mentes privilegiadas por poder mantener vivos sus recuerdos y poder contarlos.



Pregunto a Pepe y Antonio por el caballo “Morita”. ¡‘Ou’ qué caballo!, me responde Antonio. Les pregunto también sobre la época del contrabando y Pepe me dice:

—Mira, por miedo, nunca me metí en ello; ¡por miedo, no por otra cosa! Yo sé de Baltasar por lo que decía la gente… Mira, el contrabando de esa época sólo era de tabaco, café, azúcar, jabón, mantequilla de Gibraltar y algunas cosillas más…

—¡Este hombre era un ‘cagueta’! —indica Antonio refiriéndose a Pepe.

—¡No me atrevía! ¡No me atrevía! —le responde Pepe.

Yo me encontraba en mi mundo, recuperé los tiempos de mi niñez, excitado ante la idea de que me contasen más aventuras.

—Salía la gente con los caballos para ésas sierras. Se veía y todos lo sabíamos, para qué engañarnos. Era una realidad, no teníamos qué comer. ¡Yo de eso no quería saber ‘na’!, —insiste Pepe—. Como yo tenía trabajo y ganaba dinero, me arreglaba… ¡Yo nunca!

—Estas cosas, ya no tienen importancia, el tabaco lo fumaba el que quería y quiere —me contesta Antonio.

Me dicen los dos a la par: —Lo que nunca permitió Baltasar fue complicarse con el mundo de las drogas. Eso sí que lo odiaba y, a la vez, no le gustaba la gente que lo hacía. Mira Pepe, me decía Baltasar, que la droga mata a las criaturas —yo les digo que de todos los que he tenido la suerte de que me hablen de él, nadie me ha comentado nada al respecto; ¡al contrario!, me dicen que siempre se opuso a tal desdichado comercio.

¡Ahora que el tabaco sí! —me repite Antonio.

—Yo les replico que, en aquellos años tan difíciles y con tanta hambre, ¿quién no tuvo en sus manos algo con que trapichear para poder comer?



Antonio sigue contando. Que Baltasar estuvo alrededor de un año en la cárcel a cuenta del tabaco y que era lo que más hacia, afirma.

Cuando le cogieron, tenía para pagar la multa que le pusieron pero dice que le dijo Baltasar que el dinero que poseía, se lo comían sus hijos y él, antes que se lo comiesen otros.



 —Entonces me dice Pepe:— Yo estaba de guarda de la marquesa y Antonio Cabrera era compañero mío también... Todavía tengo yo unas cartas que me escribió Baltasar desde la cárcel pero me las escribió a una dirección de Algeciras, como si fuese un primo suyo y yo le escribía como su primo.

¡Yo le decía de todo! Mira primo, tu suegro está con las vacas…, vamos…, yo era... ¡Vamos, que estaba todo como si estuviese él! —Yo le insisto para que me dé unas copias de las cartas y me dice: Mira Antonio, las tengo con los papeles que guardo de unos 40 años y están todos revueltos, ¡ya los buscaré!

—Yo tenía puesta la dirección del pueblo, sólo que le cambié los apellidos y así no podían saber que yo le escribía y de esta forma no me comprometiese a mí. —Me doy cuenta que este hombre tiene miedo a pesar de los años transcurridos y de su avanzada edad, y no creo que me dé dichas cartas. Sigue con sus relatos: —El abogado de Baltasar se ponía en contacto conmigo, sobre todo cuando había que arreglar papeles; y... las cartas... tienen que estar..., pues todavía tengo yo papeles roídos por los ratones de aquella época, ¡fíjate tú!



Después de escuchar su relato, yo me sonrío y pienso: ¡Y eso que me insistes que no te metías en nada! Resulta que por esos tiempos ya lejanos José María Herrera Otero era el guarda forestal de esos montes del Estado que dan sombra a El Cobre y el río de La Miel; guarda jurado, un puesto tan complicado y comprometido como era el de guardia civil. ¡Como para que te pillaran con algo que tuviera relacionado con el contrabando!



Mis recuerdos me llevan a mi dorada niñez. Recuerdo a este hombre con su familia en su casa, al final de la calle Curro Muelas, en la finca propiedad de la marquesa, muy ‘cerquita’ de donde viven hoy las familias de los Medina Trola. Hoy esta casa está ya derruida, como todas las casas centenarias de la época. Se encuentra justo enfrente de la casa de Eugenio, muy próxima al paso del río de La Miel y su puentecillo, por el que de niños pasábamos montados en los burros para llevar el costo a los nuestros, que trabajaban en la huerta de la marquesa, cuyo paso ya existía por esa época. 

Me despido de estos seres amables y cariñosos que me han tratado con la hospitalidad que siempre ha caracterizado a nuestra gente del Sur. Contemplo su entorno con añoranza, por tantos recuerdos que afluyen a mi mente de mis lejanos y vivos recuerdos; de personas, paisajes y de la naturaleza virgen, y de estos personajes que tanto me han ayudado en mis propósitos. Sobre todo, ensimismado por el embrujo que tiene este rincón privilegiado.

Antes de marchar, le recuerdo a Pepe que se acuerde de buscar las cartas que tiene de Baltasar para poderlas aportar a su biografía (sin muchas esperanza por mi parte).

  Antonio Molina Medina



CONTINUARÁ