Él era un niño al que nadie entendía,
sólo le deshacían los sueños que tenía.
Vejado noche y día,
huía de la gente y se refugiaba en las laderas de
los ríos.
El agua le entendía,
y se consolaba con ella lavándose la cara,
mirando su frondoso verde que de ella fluía.
El tiempo, que todo lo pone patas arriba,
le perpetuó su destino.
Se subió a una tarima,
se pintó la cara de payaso
y la gente se reía,
¡Pero no sabían de que se reían!
¡Lo mismo daba
que las lágrimas se derramaran de pena o alegría!
El payaso seguía consumiendo su vida
sabiendo que su existencia seria así por
siempre.
Sigue viviendo haciendo reír a la gente
con su cara pintada de blanco y de un
fuerte verde.
La tarima le entiende y le hace feliz.
Se mira al espejo y se ríe de sí mismo,
pero ya no le importa,
no quiere retroceder,
el final del camino está presto a verse.
Ser payaso fue su destino,
compañera su soledad;
la encontró por los caminos sin buscarla...
pero, con una razón de ser:
mantenerle en su cavidad.
Antonio Molina