La
vieja máquina del tren rugía cual fiera enjaulada,
expeliendo
por su tronera y sus fisuras
el
humo blanco y denso que,
hacia
el inmenso cielo, cual nube se diluía.
Sentado
en el asiento de madera, alegre y tierno,
un
hombre de corazón grande y noble
compartía
con curiosidad y júbilo su presencia.
El
tren. Transporte añejo que nos llevaba
a curar nuestras heridas.
Don
Miguel, humilde párroco de Orduña,
pobre
y rico en su condición.
Lo
poco que poseía donaba o regalaba.
Con
su ejemplo se inundó mi corazón,
limpiándolo
de impurezas.
Fui
privilegiado con su presencia,
compartí
su amor, ternura, desprendimiento
y
buenos sentimientos de hombre
interiorizado
de las miserias humanas.
Sacaba
de la abertura de su sotana
los
veinte céntimos que con insistencia aportaba
para
costear el importe del viaje
de
un niño y de su madre, que en un lujoso tranvía
les
llevaba hasta el hospital de la ciudad
para
tratar de sanar sus heridas.
Hombre
jovial, entero, desprendido…,
atento
a todo lo que le rodeaba,
inmiscuyéndose
en nuestras vidas,
soldándose
con sus ovejas,
alimentando
su estomago
y
de su aliento, el alma le brotaba.
La
muerte es una falacia, es un mito,
que
a través del tiempo transcurrido
sigue
viviendo entre nosotros.
Cohabita
a través de su intensa vida
entre
aquellos que curó nuestras heridas,
ayudándonos
en momentos tan inciertos, difusos,
cuando
el día a día nos engullía.
Como
buen pastor cuidaba a su rebaño.
Hubo
un tiempo en que todo estaba en tinieblas.
El
hombre era cual fiera cercenada.
Los
miedos y penurias que nos dominaban
eran
suplidos, consolados, esperanzados
por
los hombres de su talla manifiesta,
por
que tras su sotana negra como la muerte,
latía
un corazón tierno y fuerte,
del
que manaba sangre roja y bien oxigenada
que
nos alegraba con su respirar.
Haciendo
posible la lucha
que
continuamente mantenemos
contra
la muerte.