ESTIRPE

Mi Bisabuelo Victoriano Martín

Los niños correteaban por las callejuelas con sus gritos y risas que al anciano llegaban. Apoyando su cuerpo sobre el callado entre sus manos, y sentado en una silla de palma y de madera, escucha sonriente esos gritos, risas y palabras serias. Con voz firme, en un intento de susurro, llama complacido a los niños que juegan.
- ¡Pedrito! ¡Ven niño! ¡Acércate!

Pedrito deja de jugar y se acercacon sus compañeros a la esquina de la calle donde
reposa su cuerpo el anciano ciego, que a pesar de su ceguera los conoce sólo por la voz, la risa en sus juegos y el ruido de sus carreras. Pedrito se aproximó, al anciano y éste le acarició el rostro con sus manos y dedos. Bocanadas de aire le rozaban los oídos cuando le dijo:
-Tú eres Pedrito, el hijo de mi nieto. Yo soy tu bisabuelo, pero no puedo verte, me he quedado ciego.
Pedrito mira sus ojos fijos y sin vida, ojos que no parpadeaban pero dejaban resbalar
lágrimas de felicidad. Agachando la cabeza se da cuenta que algo le escuece en los ojos y no sabe porqué, pero a su corta edad, intuye lo que es estar ciego.
El anciano le acaricia con nostalgia y sonríe con orgullo. Aunque la luz no entre ya por sus ojos, su sonrisa es corazón que el niño atrapa por su expresión acaramelada, en la que percibe su alegría.


-Tú eres el hijo de Pedro, mi nieto – repetía- yo soy tu bisabuelo Victoriano y padre de tu abuela Mamachón.
Con su cuerpo ligeramente atrapado entre los brazos poderosos de su bisabuelo, el niño se sentía pleno de dicha. Tras una palmada en el trasero y un beso generoso, el anciano dice a su biznieto:
- Anda Pedrito, vete a tus juegos. Cogiendo de nuevo su callado de madera, alzando su cabeza al horizonte desde la esquina de la callejuela y con la vista perdida, sólo busca la caricia del aire en una tarde calurosa de su Vega. Aguarda las sombras de la noche para recogerse a su choza de paja y barro a esperar un nuevo día en el que poder disfrutar lo que siente su cuerpo; que el aire le recuerda que está vivo y lleno de sentimientos, que aún circula sangre por sus venas. Se aferra cual tronco viejo de su estirpe, sin parpadeo en la mirada, vocando esos momentos que serían los últimos que ambos disfrutarán en el abrazo de sus uerpos. El niño se dió cuenta. Recuerda que él era parte del fruto de su cuerpo, y que no pudo abrazar a su abuelo, víctima de una guerra fratricida que le arrebató la vida.

Antonio Molina