UN HOMBRE DEL COBRE 2ª EDICIÓN-REFORMADA


La María Trola es la que se casó con ese tal Fuentes y de este matrimonio nació una hija, que no se llegó a casar, se quedó soltera. Estas familias eran muy raras, se trataban como extraños, no mantenían ningún tipo de relación entre ellos —me dice con una franca sonrisa, de la gracia que le produce este pequeño relato—. En particular la hija de Fuentes (María Fuentes) era un regalo. Me acuerdo que, cuando iban Catalina y las demás primas a lavar al Chorro, en la pila que estaba al lado derecho de la fuente, por la parte de arriba, porque había un gran chaparro que hacia sombra a las lavanderas, venía María a por agua con el cántaro y, al menor, descuido, ¡se ve que no lo podía evitar! cogía a alguna de ellas por los pelos y la tiraba al agua de la pila donde estaban lavando… ¡Era una buena elemento!


De esta gente vienen los abuelos de Baltasar por línea materna, cuya procedencia era Génova. Por ese motivo les llaman los genoveses. Llegaron con la pesca del coral; como vinieron otros, como los Bianchis, por lo mismo, por las posibilidades que daba el poder vivir de la pesca del coral.

—En una conversación mantenida con un algecireño residente en Bilbao, Manolo Galante Álvarez,  me decía: Mira, mi madre viene de esa familia pero ya es muy mayor y poco te puede contar. Según me dice ella, una rama de los Bianchis emigra de Algeciras a Estados Unidos, a Hawai. Hace unos diez años que intentaron conectar con ellos y lo consiguieron, los localizaron y desde entonces se cartean con ellos. Por ello sé que yo desciendo de los Bianchis —finaliza Manolo.

—Diego Rodríguez me sigue explicando sus conocimientos sobre El Chorro— El agua era propiedad de los huertos. Resulta que cuando vinieron los ingenieros en 1921 a medir y a amurallar las fincas, les dijeron a los propietarios: ¡Mirad, que si queréis, ponemos la pared por encima del chorro! Y así quedaba el chorro dentro de las fincas. Pero ellos dijeron que no — exclama Diego turbando su semblante.
¡Pues yo lo hubiese metido dentro! ¡Es una pena como está El Chorro ahora!
—Y me dice con una respuesta relevante: — Las gentes de la ciudad no saben respetar la naturaleza ni las cosas hermosas que nos legaron nuestros antepasados, ¡que las dejaron para que se respetasen!

En aquellos tiempos, El Chorro daba muchísima agua. La finca tenía dos albercas y las dos se llenaban por la mañana y por la tarde; el huerto era un auténtico jardín, con toda la clase de árboles frutales. Castaños, higueras, granados, perales, naranjos, membrillos.... ¡Incluso cerezos! —añadía Paco Medina—. En fin—me dijeron unos y otros— árboles que daban de todas las clases de frutos.


Luego llegó Manolo, el ‘intérprete’, y mientras estuvo tu tío, Juan Medina Villatoros, respetó todo el arbolado. Pero tu tío se tuvo que ir a vivir a El Cobre: Pero ¿Sabes por qué se tuvo que ir? Después que le dijo Manolo a tu tío: “Mira Juan, te digo que voy a necesitar todo el huerto”. A partir de aquí, la finca se descompuso y se perdieron muchos árboles frutales. Esta finca ya no es lo que fue. Todo se perdió; fue arrasado por la construcción de casas… —me comenta Diego con resignación.

—Baltasar nació en Chorrosquina, según me cuenta Luisa Medina Villatoros, otra de las personas que convivió con él. Nació en la casa de sus tíos, Juan y Catalina,  la hermana de Manuela y madre de Baltasar; vivían juntos con su madre y sus abuelos en una finca que era de Manolo, ‘el intérprete’.

La finca se componía de una serie de edificios que empezaban por la entrada de la era, que tenía una puerta pequeña —recuerda Luisa— Se pasaba por una de las casas, dejando al lado izquierdo una pequeña choza que hacía de establo para los animales. Esta Choza tenía dos habitaciones para los arreos de los animales. Seguimos y, a continuación, no había nada, un trozo sin edificar; luego una casa con dos habitaciones donde dormía toda la familia; y, haciendo esquina, la cocina. En esta cocina no se hacía de comer, se usaba para degustar los alimentos y también para almacenar el agua que cántaro a cántaro se traía de la fuente de “El Chorro” y, de esta forma, podían siempre las tinajas llenas. A la izquierda de esta cocina, separada por un paso para ir a la finca o huerto, estaba la “cocinilla”, que así se le llamaba. Este cuarto tenía el techo de latas; así como los techos de los otros edificios eran de juncos y palmas. —“De esto sí que me acuerdo” me dice Luisa—. Justo en la parte izquierda de la cocinilla había una higuera; que es donde se ponía ‘de pies’ mi hermano Juan para llamar a sus chiquillos y a mí dando un potente silbido. Me acuerdo que se metía los dedos en la boca y pegaba unos silbidos que ‘pa qué’. ¡No era nadie ni ‘na’ la fuerza del mismo!

—Esta finca de Chorrosquina, por su ubicación, estaba muy ligada a una hermosa fuente de agua llamada por los nativos del lugar  ‘El Chorro’. Aquí fue donde Baltasar vivió de niño con sus tíos. Y por ello paso a describir, lo que fue una hermosa finca, pues creo que merece la pena su relato.

Chorrosquina, a la izquierda, la finca de Majal alto


Chorrosquina y la fuente de El Chorro
  
Después de leer “Cien poemas de Algeciras”, de Lola Peche Andrade, y, ¡por que no decirlo!, gozar de su contenido literario y humano, con sus personajes que tantos recuerdos traen a mi mente... —“Amanecer en Pelayo”,  “La perlita”, “Las comulgantes”, “La leyenda del gran capitán”, “Las barracas” y un largo etc. —me atrevo a relatar otros parajes. Y, ¡cómo no!, otras pequeñas gentes, pero grandes personajes, que pasaron dejando historia para muchos de nosotros y que engrandecieron el nombre de Algeciras. Y, sobre todo, el Valle de la Miel, como le llamaban, y con razón, nuestros antepasados los Árabes.
Así es como vimos esta finca de Chorrosquina muchos de nosotros, allá por los años cincuenta.
 
El chorro en la actualidad


El Chorro

En un barrio de Algeciras, en la ladera de El Cobre llamada Chorrosquina, existe un hermoso chorro de agua fresca y cristalina, hoy mutilado con tres bocas por la mano del progreso. Esta fuente está entre dos hermosas fincas separadas por una vereda y el citado chorro de agua.


Hubo un tiempo que estuvo rodeado de chaparros y caminos de animales, acarreando sus aguas para el consumo de las familias que vivían en su contorno y que formaban esos hermosos ranchos y ‘casitas’ que lo rodeaban. Y también para todos los que se acercaban a saborear sus limpias y cristalinas aguas, que así podían llegar a  apreciar estos hermosos lugares.

Hoy cuenta con una carretera asfaltada que llega hasta la misma boca del chorro y con otros caminos transitables que llevan hasta las puertas de las fincas.

Y ¡cómo no!, se puede aparcar el coche en la misma boca del chorro y, por desgracia, ver el espectáculo de usar su entorno para el lavado de dichos vehículos.


No hace muchos años, los nativos del lugar lo hacían andando o con las bestias de carga, caballos, mulos, burros… y con los cántaros al hombro. Por esas veredas o caminos… como el ‘regajo’ que desemboca en la panadería de Baltasar. Otro camino de paso estaba, pasando el río de la Miel, dejando a la derecha la ya desaparecida y antigua ‘calera’ y a la izquierda la también desaparecida fábrica de ladrillos —todavía la contemplan mis ojos… con esa chimenea grande y poderosa, en el mismo borde del río de la Miel, en la barriada de El Cobre. Se atravesaba por el río y se seguía el curso por el verdor de la hierba que, al paso de los residuos del agua, marcaba el camino a seguir. El agua se perdía en el río para seguir subiendo entre las dos fincas, la del Tunar y esta finca que, según nuestros mayores, se llamaba Chorrosquina.

Un tercer camino se hacía pasando por un puentecillo junto a la casa del guarda de La Marquesa, en la entrada de esta propiedad. (Antes propiedad de los ingleses), por la vereda de El Cobre, para poder badear el río de la Miel.

Existía allí una hermosa  finca donde el que escribe pasó los mejores años de su vida, conviviendo y formando parte del paisaje junto con sus gentes. Aquí fue donde me enseñaron a amar aquello que merece la pena en este mundo: la tierra, la familia y la solidaridad con el ser humano.


Según me cuentan los más viejos y nativos del lugar; sobre 1927 los residentes o inquilinos de la finca ‘Chorrosquina’ fueron d. Manuel Medina Díaz, d. Fermín Pineda y d. Vicente Trola. Posteriormente fue d. Manuel Trola, d. Francisco Fuente, d. Alfonso Domínguez y, por último, es patrimonio de los hijos de d. Manuel Pérez Narvaez, más conocido por los vecinos como Manolo ‘el intérprete’.


Es en esta finca donde le alcanza la memoria a Luisa Medina Villatoros, nacida en Majaralto bajo el 6 de Enero de 1920, por que era donde vivía con sus padres los propietarios de dicha finca, y, gracias a esta, podemos contar con su extraordinaria memoria. Me cuenta que la familia de Manolo Trola procedía de Italia y eran más conocidos por ‘los genoveses’, según aprecio por sus explicaciones. Ellos fueron los que colocaron las piedras de El Chorro, lo adecentaron y canalizaron para el consumo de sus aguas y el mejor aprovechamiento de las mismas.


En la parte superior de El Chorro estaba la finca que fue de d. Miguel Cardona. Dicha finca también tenía un manantial dentro de su recinto, pegando a la pared derecha. Sus aguas se recogían en una alberca para el riego de de su huerta. ¡Cuántas veces nos hemos bañado en ella de niños! También las mujeres se servían de ella para lavar la ropa, al pie de la montaña. Todo este cúmulo de aciertos, a los ojos de un niño, le daba un sabor a cuento de hadas y le convertía para los niños que merodeábamos por esos lugares en un hermoso lugar de regocijo y de recreo.
 
—Don Miguel Cardona, fue Alcalde de Algeciras en el año 1936. Comprobación hecha en el libro de Don Cristóbal Delgado Gómez, titulado “Algeciras Feria Real”, de 1999.


Sigamos con nuestro recorrido por El Chorro y sus fincas. Los vecinos que lo rodeaban se preocuparon de acondicionarlo y lograr que sus aguas se aprovechasen para el consumo humano y para dar de beber a los animales. Sus sobras pasaban a una pequeña pila donde nuestras abuelas y madres lavaban la ropa y su siguiente cometido era pasar a una alberca para regar todas las partes de la finca. Según mis mayores y los que les dieron el testigo a esta finca siempre se le llamó  “Chorrosquina”. Ya el resto del agua se perdía entre esta finca y la otra, llamada ‘el Tunar’; para terminar sus residuos perdiéndose en el río de la Miel.


Para pasar de la finca del Tunar a la de  Chorrosquina, estaba una parte de la tapia de esta última desmochada y rodeada de cañas y de esta forma poder saltar la tapia de la finca de Chorrosquina, para no tener que dar un gran rodeo, para así pasar a la finca del Tunar.

En este lugar se concentraba el agua en una pequeña charca con sus piedras, las que utilizaban las mujeres para lavar la ropa. Entre ellas una gran señora, Catalina Trola, nieta de los genoveses, mujer de d. Juan Medina Villatoros y tía de Baltasar; que para orgullo nuestro, tantas alegrías nos dio de niños y de mayores.

El arroyo seguía su curso y pasaba por la puerta de la finca de d. Alfonso Domínguez, que lindaba con la de Chorrosquina. También sus aguas allí se aprovechaban en una pequeña presa, que tenía su utilidad: se colocaban piedras para la contención de sus aguas y una más grande para lavar la ropa. Luego el agua seguía su curso para integrarse en las aguas del río de La Miel.

Anécdota:

Siendo muy niño, una de tantas veces que pasé de la finca del Tunar a Chorrosquina después de nuestros juegos en la era con mis amigos; me encontré a una mujer joven tumbada en el suelo y a su lado el cubo de ropa. Me asusté y salí corriendo para la casa, a pedir ayuda.
Subí por la vereda del huerto entre sembrados y árboles frutales y llegué a las chozas que servían de morada a sus ocupantes. Tras contar lo que había visto, salieron corriendo al lugar y se acercaron al lado de la muchacha, titubearon y por fin se decidieron a moverla, la tocaron, y ella despertó. Resultó que dicha joven se había quedado dormida.


Luego me enteré de que esta mujer joven trabajaba de sol a sol y estaba mal alimentada, como era costumbre en la época en que nos toco vivir, por la carencia de lo más elemental.  

Y como dijo Federico García Lorca:
“Amo a la tierra.
Me siento ligado a ella
en todas mis emociones”.

Estas palabras ya no son de Él, son de todos los que amamos la tierra y sus gentes. Las mejores emociones las he tenido en esa tierra, que junto con sus gentes, sus animales y sus parajes ha llegado a ser todo en la vida para muchos de nosotros. Y yo añadiría aquí que “lo que un escritor escribe, ya no es propiedad suya”. Para mí, pasa a ser un complemento de sus lectores y, sobre todo, de aquellos que comparten su filosofía.

Y seguimos hablando de ‘El Chorro’. Sus moradores colocaron un tubo de hierro para así aprovechar mejor sus aguas. Existía una hilera de chaparros por el camino y sobresalía uno grande que estaba situado en la parte de arriba del caño, pegando su tronco a la pared de piedra de la finca, que le daba sombra y frescor. Todo su entorno estaba rodeado de chaparros grandes lo mismo que por sus veredas, que por desgracia ya no existen. Le daban una visión de cuentos y leyendas. Chaparros con potentes ramas que, a nuestros pequeños ojos, parecían grandes brazos que nos podían coger en las noches oscuras, cuando acudíamos con los pequeños cántaros para acarrear ese oro líquido llamado agua.

De tus aguas, que parecen eternas.
¡Y pensar que te han querido cerrar
personas que no conocen tu historia!
Y, desde luego, que no aman las cosas bellas de su tierra.
Con el argumento de que tus aguas no eran potables,
cuando de tu garganta han bebido…
Hemos bebido, ¿por qué no decirlo?,
y seguiremos catando,
esa gustosa agua que por tu garganta sale.


Tú prevaleces. Tus aguas se acarreaban y se siguen acarreando, tanto para las humildes casas como para los pudientes de la época, con  aquellos  cántaros  que servían para llenar las grandes tinajas, para el almacenaje de la preciada agua. Cántaros que nos acoplábamos de niños en nuestros pequeños cuerpos que, refunfuñando y quejándonos, traíamos, junto con nuestros mayores, para el llenado de dichas tinajas. También en su pila bebían y siguen bebiendo los animales que por allí pasan y los que nuestros mayores acompañaban y siguen  acompañando para saciar su sed.



A las aguas que sobraban se les daba una última utilidad, tan importante como necesaria. Pasaba por un regajo a una alberca, rodeada de un gran cañaveral, para así poder regar esas huertas tan fértiles que estaban en su entorno, con todo tipo de árboles frutales y grandes palmeras.


¡Cuántas  veces lo hacíamos de niños! ¡Eso sí que nos gustaba! Quitábamos el tapón de corcho que, envuelto con un trapo y amarrado a un alambre, retenía las aguas. Y seguíamos el curso de su agua con la azada sobre el hombro hasta llegar a su destino, para empezar a regar esos surcos en forma de meandros con los productos que la tierra da tan generosamente a todos los que con su sudor la trabajan. ¡Y con qué mimo nos advertían que vigilásemos que no se desperdiciase una sola gota de esa agua tan escasa y que nuestros mayores  tanto apreciaban.

Tanto acarrear como regar tenían su cometido; formábamos un equipo con nuestros mayores para, de esta forma, colaborar en el sustento de nuestras casas y engrandecer nuestra tierra y así ser de utilidad.
Ruinas de la finca de Majal alto ya desaparecidas

—De nuevo, una amena charla con Diego Rodríguez sobre El Chorro, me dice: — ¿Tú no sabes que el tubo, que estuvo puesto en El Chorro tiene su historia? ¿Y que dicho tubo lo tiene uno de los hijos de Manolo? Este tubo tenía desgastada la parte por donde corría el agua al paso de  los años y, su procedencia es de cuando la RENFE tenía las máquinas del tren de vapor. Estaba en el huerto de Colete, que tenía y tiene una alberca por la parte de atrás, con una entrada pequeña y cuadrada y el resto de cemento, que era el depósito de agua que llevaba sus aguas a la Estación de Algeciras. Y se hacía por medio de unos tubos de hierro.


Se estuvo trasladando el agua hasta el año 1941 por ahí, —me dice Diego—. Después ya se vendió el cortijo, porque ya tenían agua del pueblo para las máquinas en la estación, y de esta forma se quedó esa agua y la alberca para riego del huerto del cortijo.
Y uno de los pedazos de la tubería estaba puesto en la boca de El Chorro; se lo llevaron y lo colocaron —apunta Diego.


¡Todavía vivían los Trolas viejos! Los genoveses, que fueron los que lo montaron, le pusieron una pileta; una piedra que hizo un cantero y costó cinco reales, ¡la pileta donde caía el agua de El chorro y que también hacia su servicio para que bebieran las bestias!
Manuela, madre de Baltasar Acedo Trola

Aquí fue donde se acercó el padre de Baltasar a conocer a Manuela, que tenía fama de ser una mujer de gran belleza y, que, como casi todos los hombres de su entorno, era lo que buscaba. Mujeres bellas y hermosas para aprovecharse de ellas, sólo para satisfacer sus instintos animales para luego desembarazarse de ellas y dejarlas tiradas. Esto era a lo que estaba acostumbrado el padre de Baltasar en su juventud. Y parece que, por los relatos que me cuenta su gente, con el paso de su vida, es lo que hizo. (Lo cuento como me lo cuentan).

¡Éste hombre era un vividor! Y, a pesar de todo, su mujer le quería mucho, —me insiste Luisa—. A ese hombre lo quiso mucho Manuela.
—Luisa Medina también me habla de Baltasar— Puedo decir que conocí a su madre siendo yo muy pequeñita y Baltasar también muy pequeñito. Yo siempre estaba con ellos. Me mandaban a llevar por la mañana la leche y el pan de casa de mis padres en Majaralto y me quedaba con mi hermano Juan y mi cuñada Catalina, que vivían en la finca de Chorrosquina en la parte de arriba. Allí había dos casas. En una vivía mi hermano Juan y la otra la tenían arrendada a un matrimonio con una niña pequeñita, dicha familia procedía de Algeciras.


En la casa que dejó mi hermano Juan al pasar a vivir con sus suegros en la parte de abajo, y que eran unas chozas, pusieron la primera escuela del entorno, y los primeros maestros de esta escuela fueron: dña. María del Carmen Muñoz Delgado, ‘Tarifeña’; dña. María de la Luz Serrano; y dña. María Sánchez Ramos que luego pasó a la escuela de El Cobre y que luego ocupo su puesto don Rafael España Pelayo.

—Me cuenta Luisa que a ella de niña no la dejaban ‘de’ ir a la escuela. Según le decía su padre: “La escuela es para los hombres que van a la mili y tienen que saber leer y escribir, las mujeres sólo tienen que saber cosas de la casa”—. Pero, a pesar de todo, —me dice—, yo me apunté a la escuela y fui sin permiso de mi padre. Me acuerdo que me decían mis hermanas: ¡cómo se entere papá, verá! A mí no me importaba, yo seguía acudiendo a la escuela; con miedo, pero acudía.


—Lo que Luisa no podía comprender era obvio en el tipo de sociedad en la que vivía: la cultura sólo para hombres, la mujer poco importaba. La cultura era sólo para los consignados a personas que podían estar ligadas a llevar algún día las riendas de un estado, los cargos de una ciudad, los de una hacienda o ser el patriarca de una familia; es decir, sólo para… las clases privilegiadas. Y, por ello, le era negada al resto, y más a la mujer, por su condición de “ser inferior” para dicha sociedad. Se les negaba la formación del cuerpo y el alma que tanto necesitaban esas gentes para poder sobrevivir a un mundo tan duro por su forma de pensar y de vivir.


Tras la muerte de la madre de Baltasar, mi hermano Juan lo recogió y pasó entonces a vivir con sus suegros — continúa relatándome Luisa—. Juan estuvo viviendo en la finca con ellos hasta que su suegro murió; luego se fue a vivir donde terminó sus días, en la casa que se hizo en El Cobre, que hoy vive en ella su hijo Enrique.
Mi hermano Juan y Catalina me quisieron muchísimo—recuerda.
¡Cómo que tenían que bajar a por mí, si no, no subía yo a la casa, me quedaba con ellos! Y así fue como conocí a la madre de Baltasar.

Yo me acuerdo mucho de esta mujer. De cría me escapaba de la finca de Majaralto y me bajaba a donde mi hermano Juan y mi cuñada Catalina. En este lugar era donde yo veía cariño, y esto lo veía tanto en ella como en él —confiesa Luisa.
Ellos me decían: ¡Chiquilla! cuando vengas, dile a padre o alguno de la casa que vienes con nosotros. ¡Pero yo me escapaba y me iba con ellos! —me repite Luisa—. Yo me iba con mi hermano Juan, necesitaba su presencia y su cariño, ya que en mi casa no lo sentía.


—Ya no me puedo callar más y le digo a Luisa, mi madre ¿Y te extrañaba que yo de niño me escapase siempre que llegaba a Algeciras? Mi pensamiento estaba puesto en Juan y Baltasar y todo lo que rodeaba a estos dos personajes, sus hermosos parajes y el ambiente sano que se respiraba en todo lo que les rodeaba.

Ella me solía decir, con un tono de tristeza y decepción: “Ya no me quieres…” Y no se daba cuenta que me estaba pasando lo mismo que le pasó a ella cuando fue una niña como yo. El mismo comportamiento y la misma persona: su hermano Juan.

Se repetía la historia pero con diferente protagonista. Antes fue una niña y ahora era un niño. Esta clase de hombres no volverá a existir jamás.


“Hay un sentimiento más profundo que el religioso, que es
evolutivo y relativamente nuevo; el sentimiento de la naturaleza,
dentro de la que comprendo yo todos los elementos exteriores
que han contribuido a formarnos: Nuestros padres, nuestras casas,
nuestro campo, nuestras cosas, a las que llamamos nuestras, no
fundados en el derecho de propiedad, sino en virtud de qué tienen.
Algo de nosotros y nosotros algo de ellas”.
Ángel Ganivet


CONTINUARA