Sinovas pedanía de Aranda de Duero |
La niebla navegaba por la
campiña, por viñas y barbecho. Mientras caminaba, buscando el rescoldo de la
pedanía, mis pasos se alteraron dejando tras mis huellas las veredas y mis ojos
se abrazaron ya en su cercanía.
Los trigales surgían del verde,
verde de su finca, mientras la avena y la cebada, y los guisantes se
precipitaron en mi memoria y de sus campos.
Los niños me saludaban en
las praderas muy verdes (el agua de la lluvia las mantenía relucientes en su
cercanía) con sus camisas verdes y sus sandalias de antaño.
Los árboles están repletos de
hojas verdes. Ese caudal de colores restregaba mi vista y mis ojos relucían.
Las mozuelas recorrían los caminos,
donde el verde se mezclaba con la tierra ya removida, dejando atrás muchos
pasos, algunos perdidos por el viento del ocaso. La vegetación iba cogida de la
mano de aquel niño que se aferraba a la tierra aun, con sencillo apego y un
ligero suspiro; mientras los tallos fluían, todos del mismo tamaño.
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Se multiplicaron las naciones y
los cuerpos se entremezclaban entre todos sus vecinos. Los ojos se penetraban,
y fluían las sonrisas donde el campo se asentó; de las ciudades fluyeron nuevas
respiraciones con el aire para todos.
Y en medio de su plaza se
amontonaba la semilla que ardía para calentar los cuerpos y la memoria mientras
las parrillas se doraban con productos de la tierra.
Silencio y ojos que no dejan de
observar esa llama que se eleva, cuyo verde se estremece, mientras se elevan
voces y rostros: unos blancos, otros añejos, otros... jóvenes potrillos que se
unían orgullosos, aunque ya estuvieran desaparecidos. Era la unión de sus
almas. Y el fuego los expulsaba para unirse a la fiesta, entre risas y
algaradas, mientras la carne se asentaba y relucía entre las ascuas.
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El calor de la noche se hacía de
oro y los alimentos se enfurecen mientras las ascuas se afianzaban al calor de
la pedanía. Las ascuas del fuego divino crepitaban, lanzando al aire las
partículas de su estómago y las pisadas antiguas dejaron sus sombras
pegadas al contorno de las brasas. Y sonríen desde las alturas: ya dejaron de
ser cuerpos y volaron por lo alto, pero su recuerdo se añora. Por su amor a
esos sus campos, y los viñedos aún se callan cuando sienten sus pasos, y no
quieren estorbarnos... Ya dejaron su crianza que aún se recrea en nuestros
labios. Ya se fueron al regazo de sus madres, más allá de las estrellas, entre
el amor que nos dejaron.
Crujen los leños y sus llamas antiguas
mitigan el frío de sus cuerpos y los tallos jóvenes se agitan por la plaza de
su pedanía entre las madres con alma y las barbas de los ancianos.
Brotan las palabras sacudiendo
los cimientos de su plaza, mientras la lluvia nos cobija, esperando su escampo.
¿Y si pudiésemos ver las
ilusiones de aquellos que nos dejaron? Las ancianas y ancianos, madres y
padres, hijos e hijas… todos los que nos dejaron. Los que estaban al final del
camino con la sonrisa en sus labios, y los niños pequeños posados en los brazos
de sus madres, cuyos ojos brillaban dentro de las llamas de la lumbre verde y
roja, ya que algunos los divisamos... Y ese amor, quizás olvidado.
La muerte es un rumor que la
gente predica, pero no creo que exista, ya que es la que nos impulsa a seguir
caminando; a surcar los caminos y veredas de antaño, a ser parte de las zarzas
que hieren y se acicalan entre la carne, nuestra carne, que deja un reguero de
sueños
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que sanan el alma, que camina a
nuestro lado, y no habrá quien la torpedee, ni las masas llenas de cuerpos que
buscan solo su alimento.
Entre palabras conversadas que
dejan los años, los sueños, y la vida, que se deja recorrer al calor de los
hogares y con las llamas de la lumbre que las iluminan. en la
pedanía de Sinovas. Danza la noche y bailan las estrellas al compás de los
corazones que, entre zarandeos y trinos de los pájaros, de voces que
aceleran la noche buscando el tiempo de la satisfacción y un lugar para el
recuerdo de la noche.
26.01.22
Antonio Molina Medina