Abrió los
ojos en la oscuridad y observaba, a pesar de la tenue luz que le alumbraba que
procedía de las rendijas de su ventana. Un armario antiguo, ya obsoleto que, en
medio de una pared, se hallaba cubierto de la nada en una oscura habitación.
Da unos pasos
y se aferra al pequeño pestillo que abre con sigilo para, observar su interior.
Sonríe y desliza sus dedos mimando con sus yemas su contenido. Una montaña de
libros se ofrece a sus ojos, cuyo aroma inunda su olfato y resuena en su
instinto.
Se
concentra y siente que, entre sus páginas, esta su propia historia: el saber y
la gloria… ¡Leyendas que atrapan! La mente se apropia del sabor a tierra y las revuelve,
repleta de sustancias, entre las palabras que paladea su saliva, se inmiscuyen
en parcos vocablos, para que broten legibles al mundo donde, entre gemidos de
Duendes, Gnomos y fósiles vivientes, inunden praderas de sueños alados que
almacena su alma.
Sus ojos se
elevan y los montones de obras, aún más se agigantan, sonríen y se agitan
expulsando de ellos letras que le dominan. El polvo de sus años es, de ellos,
sagrado e inunda la habitación de luces y estrellas, mientras los traviesos
duendecillos, aguatan el aire, sonríen su encuentro. Le incitan a quedarse a
vivir con ellos, entre textos mullidos de sombras, de canticos nuevos.
Luceritos
que su alma se duele de los años perdidos. De los años no vividos, de la
historia que remueve su sangre cuando el hombre sobrevivía en ella.
¡Hoy! Su
cuerpo maltratado de ausencias se despierta de un sueño profundo y se aferra a
los lomos de un libro introduciéndose en sus páginas, se hace de polvo y
arcilla con él, soplando sus hojas haciendo resonar su existencia y recuperando
la vida y la muerte: soporte estridente en su ignorado nacer.
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No le deis
voces al pueblo,
Enseñadle a
caminar.
Con un libro
entre las manos
y una
hogaza de pan.
Y luego le
dejáis su libertad.
Antonio
Molina Medina
27/10/16