A UN VIEJO OLIVO

Con la azada entre las manos,
cavaba su negra tierra,
arreglando su figura,
para que no pereciera.
El olivo sonreía, agradecido reía.
Por cada golpe de azada,
la tierra se recreaba.
El oxígeno fluía.
Un niño lo contemplaba.
Seriamente le decía.
—¡Maestro! ¿No le hará usted daño
a sus raíces divinas?
Mi sonrisa fue apremiante.
Sólo miraba su cara.
Vi sus ojos de aceituna.
Embebido estaba el niño,
sentado contemplando la faena.
Mientras el agua fluía
su tronco lo agradecía,
con la fluidez que el agua;
cual manantial sus raíces la absorbían.
Se fue corriendo el muchacho,
cantando por la vereda,
recordando aquel olivo,
viejo ya para sus laces,
pero seguro plantado.
En medio… los olivares.
Antonio Molina Medina