La contempla entre cristales. La espuma blanquecina
cubre sus pestañas. Mientras, el agua rodaba cual torrente por su cuerpo de
diva, abrazándolo. Como un ser diminuto se coló en su bañera, y la miraba en el
reflejo de las baldosas. Temblaba. Sus ojos se llenaban de lágrimas de escarcha.
Su melena brillaba y su largor asombraba. Ella sólo sonríe convirtiendo su pelo
en dos trenzas que se deslizaban hambrientas por su anatomía de maga. Se aferró
cual liana y trepando por sus columnas, recorriendo montañas, se resbaló por
ellas a cintura orada. Escalando se acurrucó en su nuca, para deslizarse por frente
y pestañas. Sus ojos relucían como luceros al alba, dos olivas muy negras las
pestañas bañaban. Su nariz respingona daba paso a sus grutas. Su alma desganada,
seguía viviendo momentos de esperanza.
Tropezó con sus labios de rojo purpúreo, y le mostró
la entrada a su caudal de vida de pedrería de nácar: su lengua. Lento, se
descolgaba su barbilla. Le atrapa y su cuello y sus hombros dan reposo al
guerrero que convulsiona su cuerpo, mientras lentamente su ombligo le observa
con risa complaciente. Su corazón se agita. Redoblan los tambores. Las lianas
de pelo esponjoso, se descuelgan al bosque que resguarda la gruta, donde mana
la vida los sueños y la gloria. Sus jugos le aprisionan. Se precipitó, y agitado,
con un beso en sus labios seguirá su camino por columnas de mármol hasta pies
junto a dedos que soportan las plantas a una mujer de ojos negros, de belleza
sin mancha. Corazón… corazón… con el que tanto amas.
Molina Medina