A UNA PLAZA DE TOROS


El Halcón escudriña el borde de la montaña, oteando el valle que a sus pies se encuentra, contemplando el territorio que debe recorrer para cazar el alimento para sustentar a sus crías.
Se lanza al abismo y desde el aire, majestuosamente, contempla nubes blancas junto al ‘bollo’ que, con su frialdad, manda brioso al valle y sus gentes, que abrigadas realizan las tareas cotidianas.

Y arrojándose al aire que la sustenta, para escudriñar el terreno y buscar la carne deseada, para poder llevar a su nido el alimento que, con avidez, engullirán sus crías.
El halcón divisa la ciudad a sus pies que en circulo se sitúa rodeada de murallas,
con su río y su valle. Su castillo sobresale en un alto promontorio, resaltando sus castaños y su fuente, que en la plaza de los Fueros empotrada se hallaba.

Viejos, añejos y legendarios edificios la acompañan junto a su catedral bien remodelada.
Sobresaliendo de su recinto, uno chiquillos, con voces diminutas y briosas que reclaman con avidez su mirada: Dos por dos, cuatro, dos por tres, seis, seis por…

Pequeñas vocecillas cantando la tabla de multiplicar.
Resuenan los cánticos de los moradores que la habitan, retumban sus diminutas vocecillas; escuela que el halcón se lleva para contar a sus crías la buena nueva
de como unos retoños florecen en ella. Mientras, en la vieja torre del Ayuntamiento
una pareja de cigüeñas retocan el nido traqueteando con sus picos: el amor de la pareja.
En su deambular buscando a su presa fuera del recinto de la añeja ciudad divisa con curiosidad un círculo, en cuyo alrededor contempla a diminutas criaturas que practican sus recreos despreocupados y felices.

En la plaza se realizan unos juegos que ellos no pueden ver desde la calle. Su recinto alberga unos días señalados, las fiestas del ‘Ocho Mayo’ para la distracción de los que forman la comunidad que en su entorno se haya.
Toros bravos entran por la puerta grande. Gritos de júbilo, los ‘olés’, resuenan en su interior con algarabía, resoplando estruendosamente por el valle; transcurriendo una corrida de toros donde jóvenes figuras del toreo pasan año tras año por el recinto circular pisando la arena de su ruedo dando tardes de gloria, como en otras plazas así lo hicieron. Los maestros ‘Mazzantini’, ‘Bombita’, ‘Machaquito’, ‘Bocanegra’, ‘Cocherito de Bilbao’, ‘Manolete’… y muchos más, con sus pases de pecho, sus ‘chicuelinas’,

desplantes y verónicas y pases improvisados y con suerte. Acompañados por los clarines de la fiesta, que anuncian las partes de las que se compone la corrida
desde la faena del picador, las banderillas y la suerte de matar hasta terminar con la lidia, después que el protagonista de ella haya sucumbido por el acero de la  muerte.
Y después el matador la faena ha realizado, las mulillas al animal sacan arrastrándolo
por la puerta grande de la plaza.

El halcón divisa a lo lejos un pequeño conejo y lo contempla con sus ojos fijos, penetrantes, lo observa y se lanza como una flecha, sobresaliendo sus garras afiladas y dispuestas a arrebatar la presa de la tierra y elevarla al cielo azul. Dirigiendo su rumbo, rápido, al nido, que sus crías le esperan para saborear el alimento necesario.

Replegando sus poderosas alas, su garganta provoca un graznido de aviso y de gloria por el alimento conseguido, dejando la preciosa carga junto a los pequeños moradores de su nido que, ávidos de carne, la sujetan con sus garras y la desgarran con pericia.
Reposa satisfecho el halcón en una rama, contemplando gozoso como se sustentan sus retoños, divisando a lo dejos un árbol cuyas ramas no mece el aire; sujetando en su tronco a una señora que ha observado respetuosa lo acaecido en el relato.
Porque resulta que el halcón y su morada cohabitan junto a la señora que tanto nos ama.

La Virgen de La Antigua junto a su nido mantiene su guarida, refugio donde nos observa, nos guía, nos consuela y que nos ama.

 

Antonio Molina