UN HOMBRE DEL COBRE 2ª EDICIÓN-REFORMADA

Me acuerdo que estaban todas las camas en hilera y amontonadas, llenas de soldados enfermos como él. Cada uno tenía una jarra de agua en la cabecera de la cama —afirma Manolo—, y él no podía tener nada de agua porque estaba recién operado. Los compañeros me dijeron: Mira Manolo, tu primo en un descuido de los enfermeros o de las monjas, no sabemos exactamente, se ha hartado de agua. Allí no había nada más que monjas al cuidado de los enfermos —me reitera—. Luego serían las monjas, que eran las que daban las vueltas por la noche, a las que en un descuido se les levantó, cogió una jarra de agua de un compañero de al lado y se la bebió.

Luego fue este muchacho el que me lo dijo a mí. Y me lo confirmó diciéndome: Tu  primo se ha bebido la jarra mía del agua y ya sabes que él no podía tomar nada de líquido —me testifica Manolo—. Eso fue lo que me encontré yo al llegar. Estuve allí esa noche y todo el día siguiente. En el cuartel me dijeron que estuviese con él todo el tiempo que fuese preciso, porque era yo el único familiar que tenía allí.

Entonces, me llamó el capitán de su compañía y me preguntó si en mi pueblo había Ayuntamiento. Yo le dije que sí y me dijo que ellos habían puesto un telegrama para la familia y lo habían devuelto. Me dijo el teniente que escribían al Ayuntamiento y no daban con el paradero de los padres. Entonces sus padres vivían en Chorrosquina. Yo por esa fecha ya vivía en la Cañada de los Tomates —me dice Manolo—. Nosotros vivimos antes en Chorrosquina, junto a ellos; en el huerto que está al lado del Chorro vivía mi abuela y nosotros al lado.

—Yo le pregunto: Arriba ¿pegando al chorro? y me responde—: Nosotros estábamos en medio. Estábamos Juan ‘forraje’, a continuación nosotros, y después el huerto de El Chorro —me explica Manolo—. Tu tío Juan, mi padre que también se llamaba Juan y mi abuela Juana. Como no daban con ellos, preguntaron a mi padre y la carta la mandaron aquí. Y de esta forma es como se enteraron ellos de que había muerto Manolo. Pero ya estaba incluso enterrado.



—Manolo me sigue contando la historia de la muerte de su primo—. El último día por la noche, que estuve con él, fue cuando ya murió. ¡Yo hasta comía y todo allí! No me moví de su lado.

Las monjas, al pasar la ronda, serían las diez y media o las once de la noche, después que lo estuvieron mirando, vi como se miraban unas a otras y les pregunté: ¿Que pasa?

¡Éste se nos va! —me contestaron—. Y seguidamente nos volvieron a dejar solos a los dos. A las dos o tres horas, volvieron a pasar y me dijeron que si pasaba algo que las llamase. A las tres horas volvieron. Entonces, vi como alguna de ellas frunció el ceño y me dijeron que se quedaban, porque ya le quedaba poco para la muerte. (Ellas están más acostumbradas a la muerte que uno, a ver a una persona ‘de morir’.)

Él me tenía agarrada de la mano y, en un  momento, me miró y me dijo: ¡Manolo! Y dije con tristeza: Ya está, se nos fue. —Le pregunto por el año en que sucedió dicha desgracia y me contesta—: Éramos quintos del 50, nos fuimos en el 51. Yo estuve 16 meses y días allí; luego murió en el 51, cuando empezamos el servicio militar.

Total, yo seguí allí con él haciéndole compañía. Más tarde llegaron los camilleros, lo quitaron de la cama y se lo llevaron al depósito. Los compañeros que se pudieron levantar le acompañaron conmigo y estuvimos toda la noche con él. —Le pregunto de nuevo por la fecha de su muerte—. Sólo recuerdo que era en verano, me acuerdo que hacía mucho calor. Dentro del hospital había un parque en el que la gente se sentaba por la noche a tomar el fresco, entre las palmeras y el resto del arbolado, porque no se podía dormir del calor que hacía. Este hospital era lo mismo para los civiles que para los militares en aquella época. Y yo, desde la ventana, veía a la gente sentada al fresco por la noche —recuerda Manolo—.

Resulta que, al otro día de su muerte, el capitán de su compañía estaba desesperado porque quería que lo supiese su familia. Desafortunadamente, este hombre no pudo ponerse en comunicación con nadie de su familia.



—Manolo me sigue narrando—: Lo sacaron del hospital y lo llevaron directamente al cementerio. Que, ¡por cierto!, los compañeros lo ibamos a llevar desde el hospital hasta el cementerio encima de nuestros hombros pero hubo un comandante que dijo que no. Lo que no sé es por qué no quiso. Entonces, lo que pudimos hacer fue colocar cuatro soldados, uno en cada esquina del coche con el féretro. Y lo enterraron justo a la entrada al cementerio, al lado izquierdo del mismo.



—Yo le comento las dudas que la familia tuvo sobre su muerte, que se comentaba que lo mataron y me dice—: Les puedes decir muy tranquilo, que a Manolo no lo mataron, que murió porque se le complicó la peritonitis y, junto a esto, contribuyó, desde luego, el abandono en que se les tenía a los enfermos por aquella época.

Jóvenes con ilusiones que eran sacados de sus ambientes para enseñarles a hacer la guerra y les decían que era para defender la patria. Pero lo único que le hicieron a Manolo fue quitarle su juventud, y la vida, por el abandono a que fue expuesto en su enfermedad. Precio muy duro tuvo que pagar, él y su familia. Esa fue la única verdad para su familia, a la que le habían arrebatado a ese ser tan querido ¡por nada y para nada!



Tu presencia

Y una voz desgarrada y dolorida

en esa tierra africana y tan lejana.

Cayó un soldado en esa tierra extraña,

sin su padre ni su madre que le consolaran.

Y un pobre soldado allí se quedaba,

y le suplicaba a su compañero, primo y amigo:

No me dejes solo aquí.

No lo siento por mí sino

por padre, madre y hermanos,

que solos se quedan sin mí.



Antonio Molina Medina





—Volvemos a la charla con Luisa Medina y dejamos atrás a Manolo y a su primo, y primo de Baltatasar. Baltasar, todo lo que ha tenido y ha dejado a sus hijos lo ha conseguido con su esfuerzo y su exquisito e irresistible tesón por el trabajo —me cuenta Luisa. Exclusivamente por su afán de superación, patrimonio sólo de unos pocos que como él supieron superarse a los tiempos en que les toco de vivir—.

Sus comienzos fueron muy duros. Tuvo que luchar, como todos los de su época, y utilizar como ayuda para subsistir el viejo oficio del contrabando. Este oficio sólo era para los hombres que tenían el valor y las agallas suficientes para correr por esa sierra con el peligro y la muerte detrás de ellos, pisándoles los talones. La gente se tenía que buscar la vida como podía, o como les dejaban —me explica Luisa—. Y así, con el esfuerzo de un cuerpo poderoso que él tenia, siempre estaba pendiente de sacar un duro con lo que él pudiese hacer, que si por un lado, que si por otro… Ya te digo, desde que tenía catorce años no paraba —insiste—. Era un joven muy inquieto. Siempre ayudando a su tío en todo lo que podía, porque él solía decir que no podía ver a sus tíos y primos pasar hambre.



“Hoy no podemos juzgar

aquel modo de vivir,

aquel modo de reinar,

aquel modo de matar

ni aquel modo de morir”.

Zorrilla



Su padre se puso muy malo y lo tuvo que ingresar en el hospital. Si casi nadie lo quería! ¿Quién lo iba a querer?, porque su padre pasó de todos. El padre tenía a sus hermanos, Manolo, Juan, Gabriela y María, pero… ¡como él no quería a ninguno!...

Este hombre se desprendió de toda su familia. Nadie podía ir tras de él —sigue narrando Luisa—. Se tiró al contrabando y a la mala vida y, de esta forma, no quiso saber nada de su familia. Quince días estaba con una mujer, ‘de cuando’ con otra. ¡Este hombre tuvo que dejar muchos hijos regados por ahí por todas las mujeres que tenía! Yo sé cuál es hijo de él y cómo se llamaba esta mujer que tuvo un hijo suyo, del padre de Baltasar. ¡No sé si habrá muerto pero tuvo un hijo suyo!

—No estaba mal informada Luisa. En una charla mantenida con Antonia, me confirma que era verdad la historia que me contó Luisa.



“Y cómo se pueden entender a estos hombres bragados que fueron los contrabandistas: El contrabandista hace por lo común grandes provechos. Y sin embargo de esto muere pobre y miserable, porque lo que gana,  o lo gasta en comilonas y borracheras, o lo pierde de una vez en el juego, o se queda como suele decirse entre músicos y danzantes. Fuera del Contrabandista en comisión de que hablamos al principio, todos los otros hacen en general una vida desastrada, que los placeres vienen solo á animar de vez en cuando. Frecuentemente paran en ladrones ó bandoleros para cuyo oficio el contrabando es una excelente preparación. Y mientras tanto, los funcionarios civiles y militares, los comerciantes, los mercaderes, todos cuanto participan de los beneficios del Contrabandista, terminan tranquilamente su existencia sin que los presidios los almacenen nunca y los azares de la profesión los alcance casi nunca. Ninguno pues más digno de compasión, ninguno cuya suerte deba inspirar tanto interés entre todos los que sin llevar el mismo nombre hacen el contrabando”.



Revista de estudios ALMORAIMA, de Algeciras





Sólo Baltasar pudo hacer con su padre lo que un hijo podía hacer. Demostrar la clase de persona que era; y, de esta forma, él pudo entender lo que significa un padre para un hijo, como lo fue para él. Que todo se perdona. Y así fue coherente consigo mismo, le dio su apoyo y cobijo.

Con el transcurrir del tiempo, todo tiene su respuesta. Según el sentido y el conocimiento que se tiene de las personas y de las cosas y más, personas que, como Baltasar, han sido tan polémicas y, muchas veces, austeras y autoritarias.

Pero en esta vida todos estamos de paso. Todo tiene principio y fin. Y en una mañana de un caluroso mes de julio, el día dieciocho del año 1998, este hombre amante de los suyos, compañero y amigo de todos, querido, amado y también polemizado, un amante de su tierra, nos dejó para siempre. Su lugar nadie lo podrá ocupar pero nos quedamos con sus recuerdos, ¡recuerdos gratos por cierto!, y con su figura singular. Escogió para su muerte un año inolvidable para muchos de nosotros. Año que se conmemora el centenario del nacimiento de un gran poeta, Federico García Lorca.



Uno de tantos días que estuve con él le llevamos a la yegua de ‘Juanillo’, un primo nuestro, mientras los animales empiezan a copular, él hizo el siguiente comentario:

—Este animal ya está pisado, ¿no veis como el caballo le muerde, y la yegua lo rechaza? ¡Va a destrozar al animal!

Tras varios intentos por parte del semental, por fin lo consigue; pero el caballo pudo efectuar la cúpula gracias a unas manos expertas. Terminado dicho acto, el animal se aleja relinchando, goteando líquido de semen por el camino en dirección de su cuadra. Y nosotros seguimos con nuestra amena tertulia sobre el río de la Miel y nuestra juventud. ¡Qué recuerdos tan hermosos nos llegaban con el frescor del río y de los arboles que cercan su morada!, comentándole los días tan felices que pasé en la era, subido en los trillos, con nuestro tío Juan, revolcándonos con nuestros juegos por la abundante paja.



Baltasar me mira sonriente y me dice: ¡Antonio mira quién viene por ahí! Dejé de mirarle y volví la cabeza para ver de quién se trataba. Ya sé a qué viene, me dijiste. El jinete que se acercaba lentamente montado en su flamante caballo era ‘Paco el gordo’, como cariñosa y simpáticamente se le llamaba. Me miró y le miré, y ví que sus ojos, obviamente, resplandecían de placer; eran como dos diamantes brillantes y relucientes. Y me dijo:

—¿Sabes a qué viene? Pues te lo voy a decir. Viene a pedirme permiso para usar mis tierras para una carrera de cintas de caballos que hacen en las fiestas de El Cobre.

Se acerca el jinete y nos saluda. Y, dirigiéndose a mí, me dice:

—¿Qué haces por aquí, Antoñillo?, como Paco, me solía llamar cariñosamente.



Tras los saludos, se dirige a Baltasar. Yo me sitúo fuera del escenario, para ver mejor la función que presentía.

La cara de Baltasar se excita, y en unos instantes, cambió de expresión. Como él la solía poner. Le miró y frunció el ceño y puso su rostro duro: ojos fijos y relucientes, como si de dos esmeraldas se tratasen.

—Mira Baltasar, le dice Paco, que habíamos pensado que para la carrera de caballos con las cintas que vamos a hacer, no tenemos bastante sitio para hacerla. Y creemos que en tu finca, dejando la entrada del portillo abierto, podíamos hacerla ¡Claro, eso si tú nos das el permiso!

Son unos segundos de incertidumbre y de un gran silencio. Yo diría, de una gran angustia e inquietud, que se percibía y flotaba en el ambiente. Baltasar me mira y su cara se ilumina, me sonríe y sin más le contesta:

—Bueno, está bien, ¡pero tenerlo cuidado!

Y le dice de improviso: ¿Y si pasa algo? Espero que vosotros seáis los responsables de todo, ¿no?

Y Paco le contestó:

—¡De acuerdo! No te preocupes, eso está hecho.



Saludó con la mano y sé despidió de nosotros con un adiós cariñoso. Giró con las bridas el cuello de su cabalgadura para dar la vuelta al animal y, picando suavemente con las espuelas a su montura su caballo se puso al trote en dirección a la salida de la finca a la carretera de la barriada. Baltasar me mira y me sonríe. Yo le miro y le digo: ¡Cómo eres Baltasar! Se ve que te tienen respeto, quizás sea miedo. Tú no me contestaste, sólo vi el brillo de tus ojos y tu sonrisa. Era suficiente para poder comprender el estado de satisfacción en que te encontrabas. Y tú, posiblemente, no llegaste a imaginar que yo te entendía demasiado bien, era tu forma de tratar y de reaccionar. No negabas nada a nadie pero todo lo saboreabas fervorosamente. 


Hatos de los animales y los pesebres



Me dice Diego Rodríguez que uno de los que estuvo con Baltasar muchos años fue Francisco Cabrera. Sus recuerdos se remontan al nacimiento de uno de sus hijos, Baltasarito. Y como Francisco fue para este niño como su padre, lo quería mucho, tanto como lo pudo querer su padre.

¡Pero si lo crió él! —me asegura Diego—, ¡pero si siempre estaba el niño con Francisco! Este niño nació cuando vivían en la entrada del callejón de Curro Muelas. Me acuerdo de una anécdota de mi madre —me dice—. Mi madre tuvo una discusión con Francisco. Resulta que una de las vacas que teníamos había parido un becerro. ¡Y nada más ‘de nacer’ quería que le diera la primera leche de la vaca al niño! Mi madre se opuso y no lo consintió, porque el niño no podía aguantar la dureza de esa leche. Mi madre le decía: ¿No te das cuenta que los calostros de la vaca van a descomponer a esta criaturita? ¡Este angelito no aguanta esa leche, hombre!, le decía.

Francisco Cabrera para los niños era don Francisco. A Baltasarito lo tuvo muchas veces en sus brazos, desde muy chico —recuerda Diego—. Estaba en la era y le llevaban al niño... Donde estaba Francisco allí estaba el niño. Yo salía con ellos —me apunta con orgullo.





Por esos tiempos, yo tenía un caballo muy bueno y muy noble que se llamaba Laura y me iba a pasar el mes de agosto con ellos. Solíamos pasear por debajo de la finca de Alfonso Domínguez, salíamos para ver las vacas y nos calentábamos saliendo galopando con nuestros caballos. Y empezábamos a tratar de saltar todo lo que encontrábamos a nuestro paso, lo mismo regueros que paredes o matorrales. En fin, ¡todo lo que se podía! Era un placer para nosotros —asegura Diego.

Una vez, entramos por el puente del río de la Miel y llegamos al Huerto Margarito. En este huerto había un saltador muy grande y me dijo Baltasar:

—Que, ¿vamos a saltar?

Yo no me atrevía pero él dijo: ¡Pues yo voy a saltar! Pero no nos dimos cuenta, porque no se veía, que entre el follaje había un zarzal grandísimo, que estaba justo detrás del saltador. Cuando Baltasar se elevó con el caballo se dio cuenta, pero ya era tarde. Y de esta forma, cayó encima de las zarzas con el animal. Salieron los dos llenos de arañazos pero él no le dio ninguna importancia. ¡Encima se reía, el puñetero! —apunta Diego.



También me acuerdo que de niños cuando íbamos a la escuela, había una frase que a él nunca le salía, ni la pudo decir nunca, era cuando llegaba aquello de doña Petronila y todas esas cosas que nos enseñaban. Él siempre decía doña Petrónila.



Ya después de dejar la escuela seguía diciendo Petrónila, y no creas que lo hacía deliberadamente. Aquí, le entra una risa agradable a Diego. Sus vivencias y sus recuerdos puros, que mantiene a través del tiempo, con la pureza de esos niños que un día fueron, para poder recobrar sus relatos, los de unos amigos y de ese resonido tan  puro… de su infancia. Y me sigue contando Diego:



Un día de esos que solía salir yo de cacería con Baltasar resulta que yo ‘me iba matando’ ¡aunque tuvo la culpa él! Me acuerdo que subimos a los Parieros y vimos una coneja muy grande y se le antojó que me subiese a una ‘chaparreta’. ¡Tanto insistió!... “Súbete y súbete, mira que el conejo va a salir”. Empecé a subir y, como estábamos preparados para dispararle a la coneja, tenía yo los dos gatillos de la escopeta levantados y, sin querer, se me engancharon con una rama y se me dispararon, pegando una gran explosión. Me escape de milagro. ¡Sentí como me pasaron los perdigones rozándome el cuerpo! Y me decía: ¡Chiquillo, que te vas a matar! Hombre, ten más  ‘cuidao’.

Nosotros salíamos de cacería con tu primo Paco. Me acuerdo que llevábamos un perro, ‘El Canelo’ — me dice Diego—: ¡Chiquillo, qué perro! El animal era de cuando Paco lo tuvo en el molino del ‘Tío Pipas’. Nosotros solíamos ir a cazar por la parte alta de la arboleda. Por esa época yo me iba andando desde Algeciras a El Cobre, ya con la edad, me marchaba en el coche.

Yo llegaba a lo de Baltasar sobre las cuatro de la mañana y, como era tan paciente… —se ríe con ganas y me dice—: Fíjate tú, que llamó a su mujer, ¡a las cuatro de la mañana!, sólo para hacernos unas gachas. Después, pasábamos a por tu primo Paco y desayunábamos allí los tres, que nos ponían café con leche y pan frito. Paca, su mujer, era la que nos lo hacía. De allí nos íbamos a la falda de la sierra y nos traíamos unos pocos de conejos.



Para la escopeta y montar a caballo, Baltasar era como nadie, este hombre era seguro y fascinante. Vamos, ¡un fenómeno! —Continúa relatándome mientras le miro y observo la tristeza reflejada en el semblante de su rostro—. Esto que te voy a contar hace un año, aproximadamente. Esto que te voy a contar fue antes de morir, como yo, que también ando malucho... Un día me fui con el coche hasta la Rejanoza, y me metí en dicha finca a ver cómo estaba. Y mirando, veo un tío ‘de pies’ al lado de un caballo. Llego allí y me encuentro a Baltasar intentando ‘de subirse’ a su caballo, y me dice nada más ‘de verme’: Chiquillo, ¡qué bien me vienes! Pues, por más que lo he intentado, no podía montarme yo solo en el caballo. Y me seguía insistiendo: ¡Aguántame la yegua! Y le ayudé a subirse en ella. —Ya ves tú, ¡con lo que ha sido él, que de un salto se subía a cualquier animal! Está visto que la edad no perdona a nadie... —Me insinúa con nostalgia Diego—. Él, que iba galopando en los caballos y se tiraba al suelo y se montaba otra vez en ellos, saltaba como un gamo de un lado a otro del animal. ¡Era fantástico! yo diría que un fenómeno. ¡No había otro igual por la comarca! —Me recalca Diego.

Allí, en la Rejanoza, fue donde estuvimos hablando por última vez. Después de esto, me enteré que este hombre y amigo se había muerto. Nos había dejado huérfanos, y para siempre, de su grata presencia.





El robo de los animales





—Me acerco a la casa de uno de los hijos de Baltasar, Pepe, como cariñosamente se le llama. Después de los saludos pertinentes, me dice sin más:

—Mire padre, le dije un día, estamos observando que nos faltan chivos del corral. ¡Y cada día que pasa, nos falta alguno! Papá, creo que nos están robando los animales. Y él me dijo:

—Mira Pepe, tenemos que averiguar como sea quién lo hace, los animales no se van solos.

Un día, me dice mi padre… que, ¡por cierto!, era uno de los días que más agua caía aquí, en El Cobre —recuerda de repente.

Me dice: Mira Pepe, tienes que irte pronto y, de esta forma poder estar al acecho para ver si coges al ladrón. Yo, con el agua que estaba cayendo, me puse en camino y me escondí por la parte de debajo de la finca. Me acuerdo que llevaba yo una navaja, que por cierto, me la había regalado él, que tenía una funda, la cual, no cubría toda la hoja, dejaba al descubierto un poco de la punta. Al poco tiempo de esperar, me veo ‘de venir’ a un muchacho por el camino que traía un saco al hombro. Recuerdo que el saco era rojo, de esos que tienen muchos ahujeros. Y por dichos ahujeros vi como le salían los pelos al chivo. Pasó por donde estaba yo y el muchacho, al verme, tiró rápidamente el saco al suelo. Yo me dirigí para él y le dije:

—¡Qué pasa maestro! ¿Qué lleva usted en el saco? Y él me contestó:

—Llevo unas naranjas que he cogido en las fincas de esa parte de arriba.



Yo me vuelvo a fijar en el saco y veo como salen los pelos del chivo por las rendijas del mismo. Y sin pensármelo mucho, cojo la navaja y, con la punta, rajo el saco y veo que por la abertura que hizo la navaja, salía la cabeza machacada del chivo. El muchacho se puso muy nervioso y traté de cogerlo, para así llevarle a la casa. Pero en el forcejeo se me escapó y salió corriendo carretera abajo, pero yo ya me había quedado con su cara. Seguidamente, me cargué el chivo al hombro y me fui para la casa. Llegué, dejé el chivo en el suelo y le dije a mi padre:

—¡Papá! ¡Ya sé quién es el que nos estaba robando los chivos!

Y se lo conté todo y pasamos a hacer la denuncia pertinente. El chaval en cuestión era de los que estudiaban en el colegio de El Cobre —confiesa Pepe.

Pasado algún tiempo, un día nos llamó la policía y nos dijeron que ya habían cogido al ladrón. Nos acercamos para su comprobación mi padre y yo a la Jefatura de Policía de Algeciras y nos enseñaron a la persona que tenían para su reconocimiento. Yo les dije a ellos que sí, ¡que ése era el que yo pillé robando los chivos! Después de las comprobaciones pertinentes, el tal personaje tuvo que reconocer y decir que sí, que el chivo lo había robado él porque tenía que ayudar a su madre mala y también porque este muchacho estaba liado en la droga y necesitaba el dinero para tal fin.



Mi padre llegó a un acuerdo con el muchacho después de dialogar con él. Y quedaron en que el chivo se lo tenía que pagar, llegando a un acuerdo en el precio por el animal. Y le puso como condición que tenía que pasar todos los meses por su casa con 700 pesetas, hasta liquidar la deuda por el chivo.

Nos marchábamos ya de la comisaría y, en éstas, que se volvió mi padre y le dijo al sargento:

—Mire usted, ¿no sé podía venir el muchacho con nosotros para tomar un café?

El sargento miró muy extrañado a mi padre y  le dijo:

—¡Cómo eres Baltasar! Le denuncias y luego quieres que le deje marchar contigo para que le invites. Entonces, ¿para qué lo has denunciado?

Por fin, después de un tira y afloja, le dejaron marchar, con la condición de que cumpliese el compromiso de pagar el chivo —me sigue contando Pepe—. Llegamos a un bar y le dijo mi padre:

—Venga, vamos a tomarnos un  café. Y seguidamente le volvió a decir:

—¿Quieres comer algo con el café? ¡Tómate un bocadillo hombre!

Y ya le pidió un bocadillo al camarero. El muchacho no se lo podía creer, después de todo lo que había pasado… Al despedirnos del ‘chavea’, le dijo mi padre:

—Te quiero ver por la casa cada mes para saldar la deuda del chivo. Y el muchacho le dijo que sí, que allí estaría cada mes.

Un buen día se presentó el muchacho por la casa, como así convinieron. Era la primera vez, y traía las 700 pesetas del primer pago. Y lo primero que le ofreció mi padre fue una taza de café y se sentó con él. Estuvieron charlando y le preguntó por su madre y por su enfermedad. Seguidamente, le invitó a comer con nosotros y, como es de esperar, el muchacho no se podía creer el trato que estaba recibiendo de aquella persona a la que él le había intentado substraer el animal. Llega la hora de la marcha y el joven le dice a Baltasar:

—Tenga usted, las 700 pesetas de este mes.

Y mi padre le contestó:

—Mira hombre, mejor que lo dejemos para las medicinas de tu madre.

El muchacho se marchó muy contento y arrepentido. Eso es lo le decía a mi padre —me explica Pepe-. Y mi padre le dijo: A partir de hoy, ya no tienes que venir más a darme dinero, la deuda está saldada. Si quieres, vienes y te pasas por aquí pero para charlar y tomarte algo conmigo, y así me sentiré sobradamente compensado. Dicho muchacho se regeneró y encauzó su vida —me sigue contando—. Y su nombre era… prefiero guardármelo por respeto a esa persona. Sólo te puedo decir que llegó a estudiar y ser alguien en Algeciras.



Yo de esta historia saco una hermosa y sabrosa conclusión:

Si Baltasar no hubiese actuado como lo hizo, ¿qué hubiese sido de tal muchacho? Supo darle una oportunidad. ¿Quién mejor que él para dársela?

Sólo un hombre que ha pasado tantas penalidades en la vida, puede actuar como él lo hizo con el muchacho. Sólo puso en práctica lo que la vida le enseñó. Al tomar esta sabía decisión supo ser generoso, como lo fueron con él, y darle una oportunidad, que el ‘chavea’ supo bien aprovechar. Este muchacho —me sigue contando Pepe— llegó a ser una persona importante en el mundo de la cultura, aquí, en nuestra tierra.





Otro robo a Baltasar



Pepe, uno de los hijos de Baltasar, también me cuenta otro de los altercados con ‘ladrones’ que tuvo su padre y su peculiar forma de tratarlos—. Sería la media mañana de un día de verano, empieza a calentar el sol. Por esa época, estábamos haciendo unas obras en la casa y mi padre tenía la costumbre de guardar todo lo que se encontraba, pues parecía que todo le servía: tornillos, tuercas, clavos... En fin, que a todo le sacaba provecho. Salgo yo de la casa y por la parte de atrás de la misma, tenía mi padre en unos cajones de madera todas estas cosas, para cuando le hiciesen falta. Y mira que me encuentro a un señor mayor, que muy alegremente estaba limpiando los cajones con todo lo que le hacía falta —recuerda Pepe—. Salgo corriendo donde estaba mi padre, y le digo.

—¡Papá! ¡Papá! ¡Un hombre con un saco sé está levando lo que tienes en los cajones de la parte de atrás de la casa!

Sale mi padre para el lugar y allí estaba dicho señor, llenando tan campante su saco con los materiales que contenían los cajones. Y le dijo mi padre:

—¡Qué pasa amigo! ¿No sabe usted que esto tiene dueño? El hombre sólo le dijo:

—Mire usted, que estoy cogiendo un poco de chatarra… Y, seguidamente, al verse sorprendido se excusó como pudo y le dijo a mi padre:

—No se preocupe usted maestro, que ya lo vuelvo a dejar todo en su sitio.

Mi padre se puso a hablar con él y yo oí que le dijo:

—¿No ve usted que esto es una propiedad y, que por lo tanto tiene dueño? ¡Venga usted para la casa!

Seguidamente se fueron para la casa y, como siempre nos tenía acostumbrados, mi padre terminó tomando café con dicho señor y charlando los dos como si se conociesen de toda la vida. Luego le ofreció algo de comer, como es costumbre en esa casa siempre, llegase quien llegase. Se termina la charla y le dice mi padre al señor: Se puede usted llevar lo que tiene en el saco y, cuando usted pueda, o quiera, puede pasar por aquí de vez en cuando, que yo le tendré preparado algo de chatarra para que se lleve.

—Dicho señor, pasó a saludar a mi padre en varias ocasiones y charlaban mientras los dos se tomaban su café —me cuenta Pepe.



“Ha habido  tiempos  en  que  viviendo  más  arrastradamente aún, se hacían grande cosas, porque la abundancia de espíritu suplía las pobrezas materiales y  cierto  concepto  de la  vida  más noble que el que hoy se tiene hacía tomar las cosas más filosóficamente. Los que creen que ha sido un  progreso la desaparición de la bohemia artística, no se fijan en que ha venido otra cosa peor. Hoy el artista lucha entre dos preocupaciones: la de su arte y la de vivir decentemente, y entre ellas el arte es el que sale perdiendo”.

Ángel Ganivet





Antonio Molina Medina







CONTINUARA