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Caserío de Orduña. Bizkaia
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Los
carros sedientos de mieses se acercan a los páramos, donde los mares de espigas
el viento mece. Y los dora el sol que, complacido, se aferra a las espigas dejando
los surcos repletos de vida y de sueños. La afilada cuchilla se extiende en las
mieses, cortando sus menudos cuerpos que, amontonados por brazos y piernas, se
dejan engavillar para su transporte.
Caminan
en silencio, con su yugo a cuestas, animales que tiran del viejo carro para
sustentar el veterano caserío, a la sombra de su ciudad.
El
monte de grano y paja se doma ante las máquinas mientras el aldeano y sus
acompañantes, con un pañuelo que cubre sus rostro: nariz y boca, acompañan con
las horcas, arrojando la parva al viejo camarote para su guardar. Los tubos salpican
la paja y los braceros, con sus horcas, lo lanzan y amontonan al fondo del
pajar. La máquina resuena en el patio: es la modernidad....
Ciudad de Orduña. Bizkaia De
pronto, una voz se cuela por el balcón del pajar:
-¡Al
aldeano! - le gritan desde el patio.
-¿Qué
coño pasa? ¿Porque habéis parado el motor? - Les lanza su voz.
-
Nada pues... ¡Que nos hemos quedado sin combustible y el motor se ha
detenido! - le contestan.
-Pues
nada. -
dice el baserritarra-.Toca descansar un rato y, de paso, echamos un trago
de vino de la bota.
Mientras
el baserritarra se acerca y mira por el hueco
del camarote, se quita el pañuelo que cubría su rostro y, sacando uno limpio
del bolsillo de su pantalón, se seca el sudor de su rostro.
-¡Redios!
¡Qué calor hace y cuánto polvo tragamos!
-¡Mirad,
mirad chiquitos… las cigüeñas se pasean
por los manzanos!
Con
una franca sonrisa nos decía: ¡Cómo planean las muy puñeteras! Están al quite a
ver si pillan algo para el condumio - riéndose estrepitosamente- Su risa contagiosa nos hacía sacar las
cabezas, asomarnos a otros ventanucos de la fachada que cubrían de aire el
local, como respiraderos del pajar…
Praderas de Castilla. Sinovas.
Mientras
los ruidos del craqueo de los picos de las cigüeñas, que se filtran por nuestros
oídos, resuenan por los tejados, camino de la Ciudad, para depositar los palos
que, con sus picos, algunas depositan en sus nidos, en los tejados de las
esfinges de la ciudad.
Un
sonar de mocos se desprende de narices ennegrecidas por el polvo que se cuela
en nuestros pulmones, y los, ya sucios, pañuelos dejan de servir de tanto aire
maltrecho.
La
paja sigue saliendo por el tubo que no cesa mientras, los haces de trigo, los
tritura la máquina y la estancia se cubre de polvo que nos hace detenernos por
lo inaccesible que es para nosotros, incluso, el mirar. Mientras, en los harapos
que cubren nuestros cuerpos se acumula la suciedad mezclada con el sudor, sin
vientos.
-¡Chiquitos!
- Sobresale la voz del baserritarra.
-Limpiaos
un poco y ¡ ala… un descanso!
Se
asoma al balcón y les grita a los que manejan la máquina de trillar.
-¡Tomaos
un descanso! A ver si se airea el pajar,
que ya no se puede ni respirar.
Sacando
las cabezas por los ventanucos, sus vistas se posan en el convento de monjas,
donde a los niños les daban sus primeras clases de letras, religión, cuentos y
leyendas, poblando sus mentes de verdades
y mentiras. Divisaban las huertas del convento, con sus fértiles tierras. Ellas
labraban sus campos y cuidaban árboles
frutales y recogían sus frutos,
sus cosechas.
Suena
la voz del responsable de la máquina de trillar:
-Maestro:
Esto está ya listo.
-¡Pues
… ala, andando! - Coger la manivela los más fuertes y a arrancar de nuevo el
motor y ¡cuidado! no os hagáis daño: que tenéis que soltarla nada más ruja el
motor, que os puede arrastrar… - les decía
el aldeano.
-¡Ala!
¡Vamos a ello!
Con sus manos y brazos fuertes y joviales lo
intentan un par de veces. Se resiste el motor a volver a dar vueltas y más
vueltas, tragando los haces de trigo. Retumba el suelo del patio y las poleas
comienzan su giro trepidante; mientras Avelino les alienta:
-
¡Venga cuadrilla, venga, que esto ya está! Hay que terminar antes del anochecer.
Con la mirada recorriendo los lugares más
sensibles de la máquina Avelino detiene sus ojos en el reguero de granos de
trigo que se van introduciendo dentro de los sacos, mientras sus manos tocan el
tubo comprobando que la paja sigue su curso al pajar.
Ciudad de Orduña. Bizkaia Subimos
otra vez al pajar y volvemos a mirar por los ventanucos. Y sonreímos mirando
desde tan inmejorable altura las vistas de su valle, sus montañas y la Virgen
en su pedestal, en su peña. Las golondrinas se cruzan una y otra vez sobre nuestras
cabezas y revolotean por el caserío, mientras los gorriones ahuyentados por
alguna piedra que les lanzan, se alejan y algunas palomas ya acostumbradas se
cuelan por algún ventanuco de la estancia, donde, en algunas esquinas, tienen
depositado su nido que ellas mismas han construido.
Avelino
nos recuerda que hay que terminar la faena y nos indica:
-¡Chiquitos!
¡Venga que ya queda poco! Vosotros solos podéis ya con la paja que queda.
Cuando terminéis, bajad a picar algo que os tiene preparado La señora.
Bajamos
al patio al lado de la máquina y sale de la cuadra la Baserritarra, su señora,
con hogazas de pan, tocino y chorizo y otra bota de vino y dice sonriendo:
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Viñedos de Orduña. Bizkaia
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-¡Ala,
que la bota no pare!
Y
se pasaba de mano en mano apretando su cuerpo dejando caer ese chorro delicado
y fino en los gaznates de los baserritarras.
Para los niños unas jarras de agua. Aunque más de uno, a escondidas,
apretábamos la panza de esa bota dejando caer un hermoso chorro de líquido
exquisito.
17.11.18
Antonio
Molina Medina