SUS ESPIRITUS AFLORAN COMO VERDES TALLOS POR SU TIERRA Y EL RÍO DE LA MIEL


Me adentro silencioso y con destreza por los atajos, veredas, vericuetos y calzadas que conozco, buscando el curso del río de la Miel. Día soleado y grato acompañado por un  ligero soplo de viento frío que recibo en las facciones de mi cara; aire puro y fresco que puedo saborear en libertad, inhalando su perfume con lentitud serena y libre de impurezas. Rugen las aguas con fuerza inusitada, después de un invierno rudo y generoso con golpes del líquido procedente de las lluvias abundantes, con las que el generoso cielo ha bendecido una vez más a esta tierra.

Deslizo mis pasos por el curso del río y sus laderas. Me introduzco por los aledaños de su “Canuto” privilegiado, que ya se vislumbra, con su microclima y su duradera e incomparable fauna, la que da fama a tan singular paisaje.

Aspirando el nuevo aire mañanero, saboreo perezosamente saboreando su exquisitez y la libertad en la cañada; transito por el borde de la montaña verde y umbrosa, rodeado de follaje enmarañado que florece a mí alrededor para entorpecer mi deambular. En mi largo peregrinar, atravieso veredas y caminos tortuosos cruzando arroyos llenos de vida, con molinos centenarios y prodigiosos en los que mis ojos se recrean con gozo, camuflados entre alcornoques despojados por el hombre de su corteza o gabán que los abrigaba, del corcho que
protegía su figura.



Cruzando el puente centenario, diviso los riscos desde ese río virgen que me acompaña en mí merodear por sus orillas, disfrutando de su agua milenaria que golpea con fuerza por el cauce y sus recovecos. A lo lejos, el molino, se distinguen su silueta, el “Águila”, así se le llamaba, sus ruinas permanecen perennes, las aguas siguen lamiendo su destruida figura con una fuerza inusitada. El río milenario, sembrado de gigantescas y bien formadas piedras que surgen por todo su cauce y sus orillas, repleto de fuentes perdurables y golosas, con poderosos caños de agua milagrosa para mitigar la sed del caminante, del pastor o de los carboneros que sacaban el carbón de sus entrañas. El ardor brota de los rincones de las peñas dejando un reguero de vida, de agua fresca y limpia, que busca su salida natural para engrosar las briosas aguas que almacena, para seguir su curso por el río de la Miel.


De improviso, un canto profundo, hondo, un fornido golpe de agua salpicando las rocas que sale de un tupido bosque perpetuo. Mis pasos me llevan al borde mismo de una esplendida cascada: “La Señora”. Su dulce manto se desliza brioso sobre las peñas para perforar con su fuerza a la dura y perenne piedra que sus moradores de nombre pusieron “la Chorrera”, que brota como castillo de sueños firme y serena.

Su figura emerge con fuerza, el agua se transforma en una cascada que se clava con rabia en el profundo vientre del río, cual esperma, para aumentar el flujo de sus aguas, formando con coraje una profunda fosa que, al contemplarla, te incita a formar parte de ella. Siento voces entrañables que como un susurro salen de ella: empeñado me siento acompañado, compartiendo con la espuma vigorosa que brota de sus aguas.

Ensimismado contemplo silencioso tan grato espectáculo, el de este esplendido entorno que me rodea. Percibo voces cercanas, su aliento resopla en mi cuello; me giro muy despacio y los contemplo, sentados a la sombra de un chaparro, no se han percatado de mi presencia, algo se traen entre manos… unas vacas, unas tierras que cultivar…; sus voces son murmullos que percibo por todo lo largo y ancho de la sierra. El duende de sus vidas me acompaña, se siente su respiración, su jadeo resoplando en mi rostro; al darme la vuelta, sigilosamente me saludan.

 Sus negocios y ellos me acompañan.

 —Mira Juan, las vacas que tenemos en la sierra, a un par de ellas que estaban para parir ya las he dejado con dos becerros muy hermosos, no corren peligro, los animales son fuertes y tienen pasto suficiente. Mañana subiré a darles una ‘vueltecílla’ — explica Baltasar—. Buenas reses. Serán buenos becerros —añade.
 

—Baltasar, digo yo… —le comenta su tío Juan— que el trigo que tenemos en la era, con este viento… si no deja de soplar, lo aventaremos volando. Antes que lleguen las lluvias...

—¡Qué! Estando la espiga bien “grana”, ¡así ya están! —afirma Baltasar—. Cien fanegas yo les saco, que, puestas a buen precio en el mercado, nos sacaran este año del apuro y no nos faltará el pan —explica con la seriedad que le caracteriza.


Manolo, que de improviso ha aparecido por la estrecha senda montado en su viejo corcel y buscando con viveza una novilla, que encuentra inmersa en la enmarañada maleza, desmonta de su corcel y se acerca a degustar un almuerzo merecido, que los presentes, hartos de esperarle, ya digerían con avidez.

Manolo les contempla. Coge un trozo de pan y tocino, se sienta a su lado con parsimonía y, habiendo escuchado la conversación que tenían los dos, le dice a Baltasar arrugando el entrecejo:

—Veo que sois muy optimista. Baltasar, espero nos des suerte, siempre piensas lo mejor, eres muy soñador… ¡pero tu tío no se ‘quea’ ‘atrás


Los tres ríen con esperanza, y echan un buen trago, trozando con la navaja la telera de pan negro que han sacado de su morral, con un trozo de tocino de veta, que siguen saboreando, aportando el sustento necesario por el duro esfuerzo realizado. Muy cercano, el molino del Águila les contempla.
 

Regocijándome con el brío de sus aguas, que pasean por senderos de gloria bordeando sus laderas, me siento entre el cielo y la tierra, en ese espacio que manchamos con las guerras. Se levantan del suelo que les acomoda y se dirigen relajados a sus monturas, introducen sus botas en los estribos de la silla de su cabalgadura, dando impulso a sus cuerpos para acoplarse a sus corceles, montando en ellos. Sus figuras se disipan hacia el fondo de la garganta que me contempla, sentía el sonido de los cascos de sus caballos, levantado con el ruido a los pájaros que placidamente reposan en sus ramas. Sus voces retumbaban en mis oídos, avivándolos para no dejar de percibir sus ondas en la distancia; mi corazón aceleraba su latir sumido en un sueño placentero; mientras, resuenan de nuevo los cascos de sus monturas al pasar por el puente del molino de Escalona, para seguir el camino pasando por la casa de la Marquesa e introducirse por el atajo que les llevará a la barriada de El Cobre, haciendo una paradita en la Venta de lo Ramito y así suavizar sus gargantas, secas por el polvo de los caminos transitados.


Es recuerdos son agradable y me los llevo conmigo en mi caminar, lleno de regocijo, surcando el curso del río con satisfacción, pues el buen Dios hizo el milagro, el de poder estar con ellos, y ellos conmigo, muy cerca de su presencia.

“Merece tristeza que mientras la naturaleza habla el hombre no escuche”
Víctor Hugo
Sigo merodeando como un espíritu, flotando por el canuto hondo de la sierra. De improviso, veloz como el viento, surge un búho agitando sus alas, oteando el horizonte, su revoloteo me sobresalta, lo busco con la vista y lo diviso en la rama de un acebuche. El animal me contempla impasible, sus ojos, que no parpadean, me miran con fijeza, ¡quizás me perciba como un intruso! Escuchando el esquileo de los cencerros de unas cabras, que retumban por las laderas llenas de piedras que a su paso resbalando por su falda, aparecen de improviso en unos riscos por lo alto de la peña.

 Mi mente se pone en guardia, el cabrero no debe de andar lejos, y aparece entre la copiosa vegetación una figura menuda y chiquita la de Miguel Benítez, “El cabrero” conocido por este nombre tan campero. Miguel aquel Curandero…

Le avisté sentado sobre una roca, con su callado entre las piernas y su mascota recostada en la fresca hierva, esperando la presencia de un intruso que Miguel ya sabia que merodeaba por el lugar, porque él percibe todos los sonidos que salen de la tierra.

Sacando un trozo de pan negro del zurrón de su espalda, lo coloca encima de una piedra y, sacando del bolsillo su navaja, que frota con insistencia sobre una roca para sacarle el filo deseado, corta con mucha suavidad el pan que recoge con presteza, sujetándolo con sus manos menudas y delicadas, que acompaña con un trozo de morcilla que degusta como si fuera gloria. Su rebaño está pastando en los aledaños del río, copiosos de verde y jugosa hierba, y aprovecha el momento para sustentar su menudo cuerpo bien formado, vigilando de reojo a los animales. Su sonrisa es manifiesta, por lo infranqueable del camino me saluda con viveza:

—¿Que haces por aquí niño? ¿Y tu ‘mare’ qué tal anda? —me pregunta Miguel.

—Está bien —le contesto—. Yo he venido sólo, necesitaba darme una vuelta por la sierra y ya me bajaba para el molino, que se me hace tarde, no se vallan a preocupar por mi tardanza…

—Bueno chaval, vete con Dios, y ‘cuidaico’ con el río, que hoy viene con mucha fuerza —me advierte mientras mastica el sabroso refrigerio que le ayuda a poder mantenerse por la sierra.

 Sigo merodeando por los bordes de la sierra, siguiendo el curso del río de La Miel hasta llegar a la presa de la fábrica de la luz, antiguo molino cuya agua, por la fuerza de su caída, suministraba la electricidad que de la fábrica brotaba. Las tuberías siguen como antes, los años no pasan para ellas, los sifones no han cambiado; todo sigue como antes de la guerra. Intento introducirme por la angarilla pero está sellada por la maleza, bordeo por la parte del río para pasar por la otra angarilla y ocurre lo mismo, la maleza se apropia de todo lo que se abandona. Contemplando el lugar donde lavaban la ropa mi tía Catalina y las mujeres de Chorrosquina.

Retrocedo inmerso en mis pensamientos, para salir del río al camino mientras unas cabras rumiando placidamente me contemplan a la sombra de unos chaparros, porque el sol aprieta con fuerza.


Qué grandeza la paz que me rodea, y la del buen Dios, que nos guía por senderos y vericuetos, surcando el curso de ese río con la miel puesta en mis labios y la añoranza penetrando en lo más recóndito de mi alma.


Me lleno de gratos recuerdos y alegrías, de seres que compartieron mis primeras ilusiones, mis primeros recuerdos, que un día no lejano llegaron a intervenir en nuestras vidas. Sus evocaciones y su existencia, perennes y perpetuas, deambulan por estos cielos iluminados por el poderoso sol y la claridad en sus noches de luna llena, resplandeciendo mis recordaciones. Su aliento se percibe en esta su tierra, sus vidas forman parte del terreno, de las veredas, algunas ya intransitables, otras hoy grandes carreteras; sus voces brotan del polvo del camino, el que ellos con sudor y sangre construyeron. Alegraron nuestras vidas y ya son imperecederos.


Su recuerdo nos azuza a seguir el camino que marcaron en esta tierra, la de tantos y tantos que sacaron de ella el sustento necesario para alimentar a sus polluelos con la bravura que de sus vidas fluían.

Antonio Molina Medina

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