Era muy pobre y plantó
una habichuela en una huerta cerrada
para que no se perdiera.
Brotó como venero
y el agua la acompañó
en su briosos movimientos
por los zarzales de la tierra.
La vida se recreaba.
La habichuela floreció,
brotó, germinó,
quebró y desgarró la tierra.
La habichuela se desarrolló
y de ella nació su semilla,
fue rompedora en su hábitat
para el sostén de otras.
Ella sola se enfrentó
en su nuevo caparazón
a todos los elementos
que la iban a molestar
en su desnudez primera.
Tuvo que soportar el frío,
el calor, el agua, el dolor…
pero también le compensaba
el amor que de ella provenía.
La amistad la protegía,
impermeable la cubría,
siguió acumulando semillas
y recogiendo la cosecha.
Año tras año la semilla florecía,
el suelo la protegía.
La tierra le dio calor
y otras semillas briosas
la acompañaron con candor.
La semilla está orgullosa.
Ya no le importa pudrirse
para poder dejar paso
a otras semillas que empujan.
Para continuar dando alimento
a sus gentes, apetitoso manjar
para los que de su semilla
y sus tallos verdes se sustenten.
Antonio M. Medina
No hay comentarios:
Publicar un comentario