Se asió a la roca y trepó por su cara norte. Sus manos
se aferraron a las aristas, esquirlas, oquedades, y grietas que a sus manos se venían
para encaramarse a ella. Mientras la vieja roca absorta contempla como de su
cuerpo el calor brotaba. Corona la cima, se sienta y se instala en ella para
contemplar el mar la rodea y las briosas aguas rompen sobre ella.
Las olas lo envuelven él se sumerge en ellas que
engullen salobres su cuerpo. Despacio, emerge de sus aguas, camina erguido
sobre su bravura. Montañas de fuego. Montañas de arena surcan a sus ojos.
Desliza su cuerpo. El calor abrasa. Le quema. El sudor le empapa limpiándole
los poros y la sangre que corre por sus venas.
Un oasis fecundo sus ojos divisan en la lejanía. Se
acerca presuroso, bebe de sus pozos, de su agua bendita, saborea sus dátiles de
fecundas palmeras y de sombras marchitas. Mientras, las estrellas iluminan su
noche. Le alumbran. Le abrazan. Se recrean con él. La luna lunera se aferra a
su cuerpo, copula con él. El rocío los cubre, fermenta la tierra. El silencio
les acoge. Nadie les controla y el cielo los libera. Se esparcen por él. Se
sienten seguros.
Antonio Molina Medina
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