Con
la azada entre las manos,
cavaba
su negra tierra,
arreglando
su figura,
para
que no pereciera.
El
olivo sonreía, agradecido reía.
Por
cada golpe de azada,
la
tierra se recreaba.
El
oxígeno fluía.
Un
niño lo contemplaba.
Seriamente
le decía.
-¡Maestro!
¿No le hará usted daño
a
sus raíces divinas?
Mi
sonrisa fue apremiante.
Sólo
miraba su cara.
Vi
sus ojos de aceituna.
Embebido
estaba el niño,
sentado
contemplando la obra.
Mientras
el agua manaba
su
tronco lo agradecía,
con
la fluidez que el agua;
cual
manantial sus raíces la absorbían.
Se
fue corriendo el muchacho,
cantando
por la vereda,
recordando
aquel olivo,
viejo
ya para sus laces,
pero
seguro plantado.
En
medio… los olivares.
23/05/16
Antonio
Molina Medina
Recuerdos que permanecen en la cámara de la mente como si se trataran de secuencias de un cine pero en la realidad del ayer.
ResponderEliminarPreciosa entrada, como todas las que escribes, Poeta
Un beso y feliz semana.