Orduña Bizkaia |
Y su mente se paseaba por las calles de su ciudad mientras los
menudos rayos de claridad que el sol nos mandaba, al término de su ocaso, daba
paso a la oscuridad que se apropiaba de nuestras pisadas, recorriendo los
senderos, detrás de las tumbas de seres que se iban, entre ataúdes de roble y
encina, entre sus aldeanos.
La luna alumbraba mis pasos y su blancura era de plata: sobria y
poderosa. Nos cedía su luz que, hasta los tejados de los caseríos, reflejaban
su paz, junto a sus gentes de antaño que silenciosamente despedían la
noche triste y perezosa. La procesión de cuerpos, se iban alejando entre los
sonidos del txistu y tamboril por las calles de la ciudad. Y sus voces y
lágrimas se perdían entre la música sacra que nos incitaba a bajar la cabeza. Y
a cada golpe que el cuerpo recibía, se filtraba el sonido que penetraba hasta
el corazón y mis sentidos agitaban mi mente, dejando al descubierto las
miserias de mi cuerpo.
Mientras, cuerpos, manos y cerebros humanos, seguían en silencio
la marcha del cortejo camino del nuevo caserío, donde se juntan cuerpos
olvidados, esperando el regreso de los que le acompañan sin ningún tipo de
pertrechos. Mientras, ella se conformaba, ya que pronto recibiría su consuelo:
¡El de toda una vida! ¡El que movió sus sueños... El que los hizo
ciertos.!
La noche 'nochera' se cuela entre sonidos de txistu y el
tamboril; redobla con los impulsos del sueño pasado, y nos hace vibrar. Sin
luces que nos dé esa claridad del fuego y las llamas que engrandecieron sus
almas. Mientras, el féretro de ella, la que se adelantó a la eterna muerte para
despejar con su osadía el camino marcado con pasos añosos; el que seguirá su
amor de verano y de invierno ¡y el de todos sus años!
Mientras un fantasma recorre la ciudad con su señal fatídica,
llevando su emblema y su última estrella que se duele de ser de esta vida. Y el
cielo se abre, y recibe a su estrella. Ella lo esperaba, lo necesitaba… ¡él era
su estrella! Y traspasaron la última frontera. El rostro de una madre fue la
luz de sus velas. Ella le sonríe y se abraza a su estrella, que luce en el
cielo sonriente y nueva.
Y la noche de pasos y cuerpos y féretros se quedan sin ella.
Un nuevo caserío. La luna le alumbra en las noches claras;
sonríen sus caras y crujen sus venas mientras las puertas de acero se abren y
se cierran, sin pausa y sin prisa, aún en primavera… La muerte es severa y no
tiene prisa, incluso nos consuela. Mientras tiemblan las almas al despedirse de
su propia desgracia, entre las tinieblas.
Como dos soldados después de la contienda, hoy unen sus
cuerpos… Cuerpos que se abrazan, cuerpos que no tiemblan, que lo dieron todo
aquí, en su tierra; la que nos amamanta, pues somos materia y se vuelve a
encontrar ya que hasta la vida… sus vidas les espolearon y supieron compartir
fuera de la Ciudad, cercana su puerta, la de Burgos. A la sombra de sus
murallas como dos veteranos de guerras pasadas deje que mi corazón se acercara
a sus tumbas que, golosas, me ofrecieron su cavidad.
Pero la luna enfurecida orquestó su música
entre txistu y zambombas. Entre tambores de guerra me ofrecieron su
libertad, la que me brindaron con sonrisa y anhelos, enlazadas piedras
cuadradas, que, entre animales caseros, soportaron su carga.
Limpiando las cuadras sentía su calor humano y la corraleta de
puercos de antaño me decía lo que somos cuando los cuerpos se pudren: lo mismo
en invierno y también en verano.
Dos amigos. Dos sentidos peregrinos nos dejaron el camino y las
veredas y las sendas y los llanos. Los principios que marcaron, las ruedas de
los carros con sus anillos de hierro y maderas que no tengo palabras para
describirlos ya que los bueyes tiran con fuerza y ¡mira que eran mansos!
De la noche surge la brisa y, en su azul, clarea la luna que se
posa entre las aguas del Nervión, de la esperanza que busca su libertad como
una serpiente casta hasta llegar al mar, ese mar de mi esperanza.
Antonio Molina Medina
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