EL VIEJO PATIO DE MI ESCUELA

Plaza de Orduña



El patio de mi escuela es pequeño pero acogedor,
rodeado por los muros grandiosos y
centenarios de su Catedral.
Las aulas, espaciosas,
se mantienen en la retina de nuestros ojos.
Pequeños pupitres se acoplan a nuestros
menudos y enclenques cuerpos.
Pupitres donde modelaron nuestra alma aún sin labrar.

Llegó el duro invierno con su crueldad,
el manto blanco, invade todo el lugar,
la nieve nos envuelve con su túnica inmaculada
compartiendo impertérritos el crudo frío
que se filtra en nuestro cuerpo, pero que no nos impide
acudir a la escuela con ilusión y celo.

La intensa frialdad invade las aulas llenas de niños.
Brotaba de nuestra garganta el aliento caliente
que se corta con el frío que nos violenta
y que se convierte en una neblina blanca
que se disipa mansamente.
Una estufa de hierro nos acompaña en el centro del aula,
tratando de mitigar la intensa humedad
adherida a nuestra enclenque figura.
La alimentamos con troncos de leña
que aligeran el frío que nos invade
por dentro y por fuera.

A una señal del maestro
acudimos prestos a darle de comer a aquélla
que da calor a nuestro cuerpo,
mantenida con brío por los niños del lugar,
introduciendo troncos poderosos
que su estomago digiere como un infierno profundo
que no deja de consumirse.
Su cuerpo se transforma en un rojo brioso,
produciendo un agradable calor que inunda toda el inmueble.
Expulsando su vapor por los
tubos que trepan como la hiedra
para perderse en la techumbre del local que nos alberga.
Su calor nos alegra el alma, calienta nuestro cuerpo,
dando vida a nuestros entumecidos dedos
para que la sangre vuelva a circular por ellos,
cuyo contraste nos afecta, llenándonos de sabañones
pies y manos, orejas y…,
momentos gratos para recordar, con entereza.

Patio ligado a nuestros recuerdos,
donde nuestros juegos sabíamos compartir.
También los domingos nos daban tarea.
El lunes en la escuela temíamos su llegada,
nuestros maestros siempre nos preguntaban
con mucha insistencia si acudimos
a misa el domingo a la mañana:
“¿De qué color era la ropa del cura
que ofició la Misa Mayor ayer por la mañana?”
Gran preocupación por nuestras pequeñas almas,
mucho se ocupaban de nuestra salvación
pero, de nuestros cuerpos,
poco les importó si comías o no
cuando el hambre nos corroía las entrañas.

Ellos siempre nos decían: “Lo importante es salvar tu alma”.
Y mientras a ellos los alimentos no les faltaba,
a los niños con un vaso de leche en polvo nos sobraba.
Pero había otro frío y otra hambre que nos devoraba.
Era el de familias que tristes lloraban
al  ver que sus ilusiones no se realizaban.
El hambre y la miseria nos acorralaban.

Dichas situaciones, y su intenso frío, nos roían el alma.
De ver que a tus gentes las lágrimas les brotaban.
De esos bellos ojos que enturbiados quedaban.
Pensando en la muerte como necesaria,
al ver tanta pena que nos rodeaba.
Antonio Molina Medina

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