Vivencias
Mis limpios recuerdos, los de nuestra pequeña edad, se mantienen al paso del tiempo. Firmes, reales, veraces, y muchas veces con toda su crueldad, se apoderan de mí. Son el retorno a mi niñez, algo imprescindible para poder seguir viviendo en este mundo tan irreal y tan sátiro.
Recuerdo que cuando éramos niños acudíamos a la chorrera, la fábrica de la luz, el río de La Miel… esperando que las ‘giras’ (las familias pudientes que pasaban el día de fiesta con los suyos y que acampaban en sus orillas) nos diesen las sobras. ¡Qué pacientes esperábamos para saciar nuestra hambre! La historia siempre se repite, unos mucho y otros nada. Sólo nos tocaba ‘de’ esperar las sobras que otros dejasen.
Hombre generoso
Mañana soleada. Sobre las doce del mediodía, aparece la figura de Baltasar por la cocinilla de la finca de Chorrosquina, lugar donde vivía su tío Juan, y él de niño. Él venía de El Tunar, su morada por esa época. Figura esbelta, mirada limpia y penetrante que hacía bajar la cabeza a chicos y grandes; mirada que encandilaba, imposible de engañar.
—¡Antoñillo! ¡Ven, picha!
—¿Qué quieres tito?, como le llamábamos todos de niños de la casa.
—Corre, ve y mira dónde tiene tito Juan el trigo y me dices lo que tiene. ¡Pero que no se entere nadie!
Ese niño ‘perdió el culo’. Solamente oír era para nosotros obedecer lo que nuestros mayores nos mandasen. Pude comprobar que en el granero, donde estaban los sacos del tan necesario producto, solo había uno y estaba por la mitad. Y lo mismo que hice antes, corrí para decírselo Y le dije: Baltasar, ¡el tito Juan, sólo tiene medio saco de trigo! Este hombre frunció el ceño y su respuesta fue fulminante. Miró a su alrededor y buscó a sus primos. Por fin los encuentra.
—¡Juan! ¡Miguel! ¡Apresuraos¡ ¡Venir conmigo a un ‘mandao’ a El Tunar!
—¿Que pasa?, contestaron ellos.
—¡Venid conmigo y no preguntéis!
Ellos le siguieron sin rechistar. Llegaron a El Tunar y les llevó donde él tenía el almacén del grano. Y sólo les dijo: “Coger un saco cada uno y llevarlo ‘pa’ la casa”. Se colocaron el saco de trigo cada uno en el hombro y se dirigieron a la casa. Pero cuando aparecieron por la casa los vio su padre Juan y se fue para ellos. Él enfado se apreciaba en su cara. Parece que lo estoy viendo... Este hombre venía con la cara crispada, sus ojos brillaban como si de dos esmeraldas se tratasen y les preguntó a sus hijos:
—¿Quién os ha mandado traer ese trigo? ¿y de dónde lo traéis?
Ellos contestaron sólo lo que sabían, que les mandó Baltasar.
—Y, ¿quién le había dicho a mi sobrino que se me estaba acabando el trigo?
Sólo se escuchó el silencio por respuesta. Nadie sabía nada, por eso, nadie le contestó.
Sólo lo sabía un niño que, muy atento, no perdía detalle de lo que pasaba. Por ello, que fue tal miedo el que le entro por todo su cuerpo que, antes de que hurgasen y sacasen la verdad salió corriendo y se metió por el callejón que separaba la cocina de los dormitorios. Como medida de precaución, por si se descubría la verdad, se escondió en la parte de atrás de la choza, lugar poco frecuentado y solitario.
El tiempo fue interminable, no lo puedo recordar. El reloj se paró y el tiempo no corría por el miedo que tenía. Yo el niño pensaba y reflexionaba para mi interior: ¿Qué es lo que he hecho yo de malo? ¿Qué, he hecho de malo para que, se ponga así mi tío?
Por todo esto, empezaba yo a pensar en lo complicado que era el mundo de mis mayores, y a darme cuenta de lo que representaba ya para mí la figura y la humanidad de Baltasar. Aquí pude comprobar lo que era y su generosidad. Ayudaba, protegía y amparaba, con su amor a los suyos. Se estaba convirtiendo en un líder natural. Como así fue para todos los que convivimos con él, fue ejemplo para muchos de nosotros; algo que hoy se echa en falta en la juventud.
Como bien decía Lorca en uno de sus poemas (al que tanto debo por sus vivencias y escritos, cuya lectura te engancha y te transporta a tu niñez perdida, ¿será por su eterna juventud?):
“Porque al final es nuestra niñez
la que nos vuelve a enganchar”
Federico García Lorca
Es lo que me está pasando a mí con esos campos de Chorrosquina, sus eras, el río de La Miel con sus Molinos, que fue un vergel para todos los que lo conocimos y convivíamos en ese pequeño lugar. Yo le llamaría. “Reencarnación en el paraíso”, pues era miel todo lo que fluía de ese lugar. Incluso, como decía Federico, “con su manantial (El Chorro) y su camino”, tan conocido por muchos de nosotros.
El camino conocido
“Yo vuelvo hacia atrás.
¡Dejadme que retorne a mi manantial!
Yo no quiero perderme por el mar.
Me voy a la brisa pura de mi primera edad,
a que mi madre me prenda una rosa en el ojal”.
Federico García Lorca
Juan Medina y Catalina Trola tuvieron a este niño como hijo suyo hasta que se buscó la vida él por sus propios medios. ¿Para qué quería él tener, mejores maestros? Ellos le enseñaron todo lo que un hombre debe y tiene que saber en esta vida. ¡Orgulloso estaba él de sus maestros!
“Hay que luchar por engrandecimiento ideal
de la gran familia en medio de la cual se ha nacido.”
Ángel Ganivet
Joven bragado
Año 1.940. Época del verano, recogida del trigo, la siega. Baltasar tiene trece años. Por esa época, todo el terreno que había por la parte de abajo de la finca de Chorrosquina hasta el río de La Miel estaba sembrado de trigo. Y lo tenía sembrado Alfonso Domínguez. Él y su madre eran también familia de Baltasar, según me cuenta Luisa, porque Alfonso Domínguez y ‘tita’ Catalina Trola eran primos hermanos. Y es que los habitantes de Chorrosquina y de El Cobre, por los años veinte, eran todos hermanos, primos o parientes cercanos. En una palabra, ¡que todos eran familia! Y en la situación que se encontraban todos los de esa época, con el hambre dentro de sus casas, ¡pobres de los que enfermasen! poco se podía hacer por ellos...
Baltasar, con esa sensibilidad que él tenía, siempre se planteaba hacer algo por los suyos. Un día, agarró y habló con Alfonso Domínguez y le dijo:
—¡Mira títo! Que yo te voy a segar toda la finca de trigo que tienes por segar.
—¡Pero chiquillo! ¿qué vas a hacer? ¿Estás loco? ¡Sólo tienes trece años…! le dijo Alfonso.
Baltasar le prometió que le segaba el trigo él solo. Porque, como él decía, tenía que ayudarles a sus tíos. No podía ver la necesidad y el hambre que se pasaban los suyos.
Cómo le dijo a su tío, él quería y podía. Y quería y podía colaborar él también, como hacían los demás.
Todo esto me lo cuenta Luisa, que lo vio desde la finca de Chorrosquina estando ella junto con su hermano Juan. Y después, se lo contó Alfonso a su hermano.
Baltasar empezó a segar por la orilla del arroyo que venía de El Chorro, que desemboca en la Calera y el camino que sube al Chorro entre El Tunar y la finca de Alfonso Domínguez.
—Luisa me relata esta historia—. El primer día nadie se dio cuenta de que estaban segando la finca, puesto que lo hacía pegado a la cerca y no le pudieron ver. Ya al segundo día, su tío Juan, desde la finca de Chorrosquina, vio a alguien que estaba segando. Se subió en una higuera, que estaba en la entrada de la cocinilla de la casa, y desde allí se veía toda la parte de abajo de la finca, —me sigue contando Luisa—. Mi hermano Juan me dijo: —¡Joder, Luisa! ¡Me parece que ahí hay un chaval segando! ¡Y parece que está solo!, ¡Qué raro! Se quedo mirando y dijo: ¡Pero si se parece a mi sobrino Baltasar!
Entonces, pilló… pin, pan, pin, pan… por el reguero abajo y se acercó a la finca andando. A medida que se iba acercando al lugar, y ante su asombro, se dio cuenta de quién era el segador, qué si éra su sobrino Baltasar.
¡Pero Baltasar hijo! ¿qué vas a hacer? Pero, ¿te crees que tú vas a segar todo esto? ¿Toda esta finca? ¿Hasta abajo, hasta el río?
—¡Tito que sí! ¡Tito que sí!, —le repetía sin cesar—. ¡Que yo lo voy a hacer!
Entonces su tío Juan le contestó: —Espérate un poco hijo, que entre los dos lo haremos antes.
Juan fue por un hocino a la casa y le estuvo ayudando a segar. Y entre los dos segaron aquella finca de trigo. Todo esto lo hacía por su gente, que no tenían ni para comer, y él tenía que hacer algo también. (Esta finca que segó de niño la que hoy llega hasta las casas que tienen sus hijos y que está separada de la panadería y de su casa por la carretera de El Cobre.). Ésta fue la reprimenda que le echó su tío Juan por no obedecerle. Hermosa forma de reprender de un hombre de su tiempo, generoso y cabal, como lo fue Juan Medina Villatoros. Este hombre tenía una buena respuesta para todos. Baltasar tuvo un buen maestro.
Una de tantas historias que me contaba en los años del hambre y la cuento como me la contó Baltasar, como me la relató él. Que era la realidad de la vida misma, de su vida y de aquellos que convivían en su entorno con él.
Se levanta temprano, al nacer el día. Espera a Antonio, que vivía en el cortijo de Majaralto. Como a la mayoría de los lugareños, se les llegaba a conocer por sus apodos: a Antonio le llamaban ‘el granaíno’ por su procedencia, que era natural Romilla o ‘Roma la chica’, de la provincia de Granada.
Cuando este hombre llegaba, salían los dos de la finca de Chorrosquina, donde solían quedar, en la casa de su tío Juan. Iban a la sierra a cortar estacas para ganar algún dinero con su venta. Baltasar me contaba que las vendían a peseta cada estaca, y me dijo: Estábamos en la tarea y veo que Antonio se tambaleaba. Dejo yo de cortar estacas, corro a su lado y le digo:
—¿Qué te pasa chiquillo? ¡Antonio! ¿Qué te pasa?, le repetí.
Entonces veo que se tambalea y se me cae al suelo. Yo lo sujeté como pude, con toda bulla. Y veo que su cara estaba blanca como la cera.
—¡Antonio! ¡Antonio!, le gritaba yo mientras le zarandeaba. Le miro y veo que empieza a recobra el conocimiento —me sigue contando Baltasar—. Yo enseguida pensé: “este hombre no ha comido nada hoy”. Entonces, le pregunto, mirándole a los ojos:
—¡Antonio! ¿Has ‘comio’ algo esta mañana?
Y este hombre no me contestó…, se callaba, se ve que estaba todavía atontado por el desmayo. Miro a mi alrededor y veo una piara de cabras. Me acerco a una, la trinqué por el cuello y me la metí entre las piernas para sujetarla. Saqué una petaca que tenía en el bolsillo porque llevaba allí el tabaco y con la funda de la petaca haciendo de vaso, ordeñé la cabra y se la di a beber. Con dos petacas ya le venía el color a su cara, y le dije:
—Antonio, ¡Tú no has ‘comío’ ‘na’ hoy!
Antonio me miró y me contestó, con un susurro de voz y una leve sonrisa:
—Ni hoy, ni ayer.
Lo que tenían para comer se lo tenía que dar a un hijo pequeño que tenía y a su compañera —Baltasar me comentó que fue lo que le dijo Antonio.
¿Quién se atreve a juzgar a estos hombres y a los de su generación?
—Consulto con Luisa, mi madre la mujer de Antonio mi padre, sobre la veracidad de dicha historia. Ella me añade—: —Baltasar llegaba a traer hasta seis estacas a cuestas y mi Antonio sólo podía con tres. Alguna vez ya intentó él ‘de’ coger cuatro pero se le escapaban… no podía con ellas. Entonces, cada estaca se pagaba a una peseta. ¡Mi marido se quería comparar a Baltasar pero no podía...¡Baltasar era como un roble —afirma Luisa—, fuerte tanto de cuerpo como de espíritu. Y mi Antonio… era muy pobre de espíritu y una persona endeble, con muy poca fuerza. ¡Cómo no había para comer!
Amor a su tierra y su cultura
—En una de esas charlas tan amenas que solíamos tener, algunas veces le pedía—: Baltasar, ¿por qué no te dedicas a ver el mundo? Y así conocer otras tierras y otros paisajes... —Yo le insistía diciéndole que el conocimiento de otros lugares y otras culturas lleva a la búsqueda del conocimiento de otras formas de vida y a enriquecer los propios conocimientos. Y él me respondía—: Me encuentro muy agusto en mi tierra, ¡para qué voy a ir a otra parte!
Esto que me dijiste, nunca lo he podido olvidar. Y tras leer uno de los libros que he tenido la suerte de tener en mis manos, he encontrado la respuesta. ¡Tuvieron que ser los árabes! Y, entre ellos, Ibn Jafaya Ibn Al-Jatib son los que lo expresan de una forma magistral y hermosa lo que ha significado y significa vivir en Andalucía, mejor dicho, en Al-Andalus. “No hay otra tierra igual para un Andaluz que se sienta como tal”, escribieron..
Baltasar, tú me demostraste que eras un hombre de los que Al-Andalus ha necesitado y, a la vez, de los que han sabido tratar de recobrar y mantener nuestra cultura. Por medio de la defensa de su tierra y de su cultura, como patrimonio para los que nos sucedan en este hermoso lugar que nos dejasteis vosotros, nuestros mayores.
Nuestro poeta historiador Ibn Jafaya lo plasma, yo diría que lo borda, en sus hermosos versos y poemas. Y, como dice el refrán, para muestra un botón:
“El Paraíso, en al-Andalus, tiene una belleza que se
muestra –como la de una desposada– y el soplo de
la brisa está deliciosamente perfumado.
En efecto, el resplandor de sus soleadas mañanas viene
de una boca con hermosa dentadura y la negrura de
sus noches del rojo profundo de los labios.
Cada vez que la brisa sopla como un viento del Este, me
dijo: “¡Ah!, qué violenta pasión siento por al- Andalus¡”
O este hermoso fragmento de Ibn al-Jatib:
“La nostalgia invade al poeta en su destierro en África.
Este es mi país, a cuyo cobijo hacía yo circular el vino
fresco de mi pasión, cuando la vida era para mí una
rama fragante. Y ese es mi ambiente, cuyo nido hizo
crecer mis dos alas; ahora, en cambio, vedme sin ellas
y sin nido”.
O la terrible sensación de ausencia que plasma el mismo autor:
“La mano de la ausencia ha esparcido ya la perla
del llanto, y el pecho ha quedado estrecho para
contener la [enorme] pena del deseo ardiente.
Lloramos por la tarde sobre el río de agua dulce
y acabó por volverse salobre”.
Pasan los años. Cambia de ubicación y se traslada con su familia a El Cobre. En este hermoso lugar se hizo una casa, en la Vega. ¡Justo en la antigua era que tantos recuerdos nos traen a los que tuvimos la suerte de poder pasar tantos días y tantas noches!
Noches a la intemperie, teniendo por techo el cielo y las estrellas y por colchón la paja y el trigo, ¡así eran los sueños de los humildes! Noches que para sí hubiesen querido los niños de los pudientes y poderosos... Nunca podrán conocer esas hermosas experiencias que a nosotros jamás se nos podrán olvidar ni borrar de la memoria. Noches estrelladas, con esa claridad que da el firmamento; hermoso silencio, sólo interrumpido por el sonido de los animales nocturnos. El inconfundible sonido de los grillos sería el último que nos llevábamos con nosotros antes de conciliar el sueño.
Contagiados quizás por nuestros mayores, al verlos muchas veces alegres por los montones de trigo cosechados y otras tristes por la escasez de tan necesario producto, aprendimos a amar la tierra. Amarla a través de los productos que con sudor y sacrificio, nuestros mayores sacaban de ella para el sustentar toda la familia. Aunque muchas veces podíamos comprobar con nuestros ojos su impotencia porque, después de trabajar de sol a sol, desafortunadamente no les llegaba ni para poder comer… a veces durante todo un largo año.
En esta finca donde estaba ubicada la era fundó Baltasar la panadería. Junto con tierras y todo tipo de animales que tuvo, consiguió mantener su pequeño y productivo negocio. Con el paso de los años fue cambiando el caballo por el tractor, las nuevas tecnologías así lo exigían, aunque también porque los años, con el consabido envejecimiento, nos pasan factura y no perdonan.
Aquí terminó su vida este hombre que, a su manera, lo dio todo por los suyos y por su pueblo. Criticado, temido, querido, amado: hombre polémico pero amante de su tierra y de los suyos como el que más. Hombres que marcaron escuela para aquellos que supimos y pudimos coger lo bueno que la vida que estas personas desprendían. Sobre todo este hombre, Baltasar que nos supo dejar muchas cosas buenas de sus vivencias; con su forma de actuar y, muchas veces, con su antagonismo.
Puente sobre el río de la Miel |
Relatos
Me acerco a su casa por la mañana. Pregunto por él, en su casa no está. Me dicen que se encuentra en el corral, acompañando a una marrana que está esperando para parir. Mis pasos se dirigen al lugar. Está lloviendo. Según me voy acercando, lo diviso y, por fin, lo veo sentado en una piedra cerca de la marrana, esperando el desenlace del parto. Nos saludamos y, sin más, me siento con él y, empezamos nuestra particular tertulia.
Baltasar me cuenta sus proyectos. Que va a comprar unos pollos para aumentar la producción de huevos. Trabajo… trabajo… trabajo. Siempre trabajar y soñar. Como lo fue su vida. Un sueño. Un sueño grato para él, del que nos llegó a contagiar a muchos de nosotros y que, con el paso del tiempo, no podremos olvidar.
“Tanto mejor es la vida
cuanto más sencilla y natural es.”
Ángel Ganivet
¡Como fue sencilla su vida! Le pido a Luisa que me hable de Baltasar. Desordenadamente, le vienen los recuerdos. —Si... es que... yo... Recuerdo que este hombre se puso muy malo y lo encontraron detrás de unas palmeras. No sé dónde fue, me lo contaron. Y el que lo encontró, vino ‘de seguida’ y se lo dijo a su hijo. Llegaron a su casa y le dijeron: Mira Baltasar, que tu padre está en tal sitio y dicen que se está muriendo… Creíamos que tú lo tenías que saber. Y Baltasar les contestó: — ¡Decidme dónde está exactamente!—. Y le contestaron: Está detrás de una palmera, en tal sitio.
Yo no me acuerdo del sitio exacto... —me repite Luisa—. Sí sé que era en una estación de RENFE. ¡Está malísimo!, ¡si no se le ayuda se puede morir! —le dijeron a él—. Y entonces cogió y acudió a por su padre. Y, de esta forma, terminó sus días con Baltasar. Estuvo con él mientras estuvo bien, cosa que su padre no hizo con él —me indica Luisa—. Baltasar decía que él sabía que era su padre y su conciencia la tenia tranquila, —repite—. ¡Es que era clavaíto, clavaíto, a su padre!
Y también se parecía mucho a su abuelo, al padre de mi cuñada Catalina. Alto, delgado, ¡era igual que su hermano Manolo!, el que murió en Ceuta, según me cuentan de las fiebres de malta, una calenturas que había por aquellos tiempos.
—Luisa se expande con la familia—. También su primo Manolo, el de mi hermano Juan, murió en Melilla haciendo el servicio militar. Y éste, según cuentan los rumores de la época, no murió de una operación, que es lo que dijeron, sino como se comentó entonces, que lo mató un moro. Yo he oído campanas —me explica Luisa—, pues parece que se enamoró una mora de él y el padre de la muchacha los vio juntos. Y por eso lo mataron. Que lo mató el padre de la muchacha. Hay una persona que lo sabe bien, pero que nunca lo quiso decir. Éste es Manolo Medina, el otro primo que se llamaba como él, pues tenían los mismos apellidos, y también hizo la mili con él.
El hijo de Juan Medina y Agustina, Manolo, ¡él si sabe cómo murió!, —insiste Luisa—. Y éste ¡tiene que vivir todavía! Vivía en la Cañada de los Tomates, por encima de mi sobrino Ricardo Medina… Por eso tenían los dos los mismos apellidos, el Medina y el Trola. ¡Cómo que son familia nuestra también! El padre de Juan y mi padre eran hermanos y por eso los dos primos se llamaban igual: Manolo Medina Trola. Yo me acuerdo, que mi sobrino Manolo murió cuando yo tuve a mi hija Ana Mari —insiste Luisa.
—Yo Antonio Molina Medina, hijo de Luisa, siempre tuve la inquietud de saber cómo murió mi primo Manolo en esa ciudad de Melilla.
Año 1964. En un cuartel de Melilla un joven regular se pasaba muchas tardes en el cementerio de la ciudad, visitando tumbas. Esperaba encontrarse con una en especial, que buscó con ahínco pero no la pudo encontrar… Habían pasado muchos años, ya no estaba la persona que yo buscaba. Sólo mis recuerdos me llevan a Chorrosquina al año siguiente de su muerte. Llegamos de nuestro destierro, como todos los años, a pasar un verano agradable y para mí, como niño que era, de sorpresa en sorpresa.
Nos salen a recibir los hombres con una gran tela negra en la manga de la chaqueta y camisas de color negro; todas las mujeres vestidas de negro y con un velo negro por la cara, que se bajaban de la cabeza cada vez que salían de la casa. ¡Y así tenían que estar algunos años! Eso dependía del parentesco de la persona fallecida. Existía una proporción entre los padres, hijos, hermanos, abuelos y demás familiares. Años enfundados en esas ropas negras y las mujeres con sus velos para poder salir de casa, que era cosa obligada.
Fue mi primera experiencia de lo que suponía un luto en esa tierra de Andalucía y de El Cobre. Era la cultura del Al-Andalus, el legado que nos dejaron con su cultura nuestros antepasados, los árabes. Como si los vivos tuviesen que pagar una deuda por la pérdida de un ser querido. Para mí era como enterrarse con ellos unos años de sus vidas. Muchas madres durante toda su vida no conocieron nada más que el color negro de sus vestidos.
Han pasado muchos años, desde esta tan triste historia. Familias sumidas en la miseria por culpa de los poderosos y, encima, se permitían el lujo de tener que cederles sus hijos para su propio beneficio, como en este caso, entregarlos a la muerte. Mientras sus hijos, por dinero o por otros motivos, se libraban del servicio militar, que hacían obligatorio sólo para los de siempre: aquéllos que nada tenían. Con su marcha a lo desconocido, les privaban de esa mano de obra tan necesaria para sus familias, que no sabían si volverían. Como le pasó a Manolo, que no volvió. La muerte se lo llevó por el abandono en el que tenían a los jóvenes, que tuvieron la desgracia de enfermar en una tierra extraña y lejos de su entorno familiar y, de ser ingresados en un hospital, como tantos otros hospitales de aquella época.
Pero nos queda uno de los protagonistas de esta historia. Después del tiempo transcurrido y de mucho preguntar por él, consigo dar con su paradero y el lugar de su residencia.
Me dicen que vive en la Cañada de los Tomates. Me acerco al lugar con una gran inquietud, pues no sé si me querrá recibir. Él podría contarme lo que pasó, que parece que siempre fue un misterio para nosotros… quizás por la edad que teníamos.
Pregunto por Manolo en la casa que me dijeron sus hermanos, su propia familia. Fue su hermano más pequeño quien me dijo donde vivía. Llego al lugar y en la puerta de la casa hay un señor entrado en años sentado y apoyado en una mesa. Le miro y le pregunto:
—¿Vive aquí Manolo Medina Trola?
—Yo soy Manolo, me contesta. Tras las presentaciones, le comento mis pretensiones y lo que me gustaría saber sobre cómo murió su primo Manolo. Ya sin más preámbulos, me empieza a contar:
Cuando nos embarcamos los dos para Melilla —me dice—. ¡Vamos! ¡Que estuvimos sirviendo juntos los dos en el campamento de Cerro Muriano para luego destinarnos a Melilla! Él era especialista. Mi primo Manolo tenía un cuerpo muy ágil, era una persona muy atrevida y le gustaba mucho la práctica del deporte. A él le gustaban todo tipo de deportes y, por eso le cogieron para hacer natación, fútbol, tiro al blanco... ¡En fin, de ‘to’! Era especialista de la compañía donde estaban todos los deportistas que competían con otros cuarteles. Y yo me quedé en el campamento de Villa-Nador. Este campamento estaba situado en la ‘mar chica’. Villa-Nador es el primer pueblo que sale de Melilla para Fagina y todo ese lado; después está Montilfi a la derecha, y Celna Seganga y todo eso queda a la izquierda, que es donde está el campamento de ‘la Mar Chica’, como se le decía. Estaba donde estaba el cuartel de la legión —recuerda Manolo—, de allí mismo partía la carretera que iba para Melilla.
A mí me llamaron por la noche. Ya estaba acostado y me llamaron al cuerpo de guardia, que vino un soldado para comunicármelo. Y me dijeron: Mira Manolo, que te tienes que venir con nosotros para Melilla. Yo me alarmé les pregunté qué era lo que pasaba. Y me contestaron: Mira, que tu primo Manolo está muy mal y lo han llevado al hospital.
Me metieron en un coche y fuimos directos al hospital —me cuenta Manolo—. Llegué y me fui al barracón donde estaba él en la cama, y hablamos los dos. Le acababan de operar de apendicitis y estaba acostado. Después de la operación lo llevaron al barracón con todos los demás soldados enfermos, con muchos soldados en un barracón muy grande.
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