Sentado en el banco en un apeadero, viendo pasar los
trenes como artilugios sin parada, un hombre solo, desilusionado de la vida,
contemplaba los zumbidos a su paso, mientras el viento le resoplaba la cara.
Un buen día, una señal se puso en rojo. El expreso, al
detener su marcha, le indicaba que era el último tren que pasaría en su vida.
Levantando la cabeza miró apático y sin ganas. Sus ojos descubrieron, entre los
cristales, un rostro generoso de mujer, cuya mirada le mostraba una sonrisa
plateada que brotaba de sus labios de grana. Y no dudó. Sin pensar en nada ni
en nadie, se asió a su barandilla introduciéndose en el departamento, al tiempo
que, silbando y retozando por las vías, la mole de hierro continuó su travesía.
Se acercó a ella y se acopló a su lado. La miró a los
ojos y descubrió su luz. Mientras su cuerpo, corrupto y sin vida como el bueno
de Lázaro, se volvía de cera, su corazón comenzó a existir. Sus ojos penetran en
su propia corteza. Se ferró a su mano asiendo sus dedos. La cubrió su manto,
con su humanidad.
No quiere riquezas, ni gloria, ni tierras, ni
castillos viejos llenos de fortunas. Con lágrimas en sus ojos dice que la
quiere. En su soledad, ella le consuela. Ella le da vida y se agarró a ella,
como salvavidas en esta colmena, con la rica miel que corre por sus venas, la
que le alimenta y le apuntala a la tierra.
20/04/12
Antonio Molina Medina
Me ha encantado el relato, es precioso, Antonio. Una transformación llena de luz y de humanidad.
ResponderEliminarUn beso.
Maravilloso amigo Antonio.
ResponderEliminarSupo aprovechar ese tren de la vida, y difrutar de ese tiempo regalado, que preciosidad de letras.
Un gran abrazo.
Ambar