En una vieja y destartalada
cocina, con el suelo de piedra y tierra, rodeada de muros centenarios que un
día fue muralla de la ciudad la que le contempla. En su cocina con su chapa
enrojecida por la combustión del carbón, que se quema lentamente en su recinto,
en una perola con agua se cuecen unas papas cuya ebullición contempla. Mientras
gotea incesante un viejo grifo, y un antiguo cordón cae desde el techo
ennegrecido copiando a sus paredes, el que sujetando una bombilla, la cual
soporta una tira de papel goloso para las moscas, que quedan atrapadas en ella
cuál rica miel.
Sentado en una deteriorada silla de madera, desde un rincón, en una mesa carcomida por la polilla al lado de su ventana con algún cartón cubriendo los rotos que tenia se halla un hombre en soledad, cabizbajo y pensativo, contemplando la ceniza que caía de la ventanita de la chapa el alimento que podrá digerir él y su familia.
Empujado, quizás obligado, por
todo lo que supone para él la bebida, creyendo poder de esta forma mitigar la
angustia que le atormentaba entre la miseria que comparte noche y día.
Con un vaso vacío entre las manos,
mirando de frente con ansia a una botella de vino, —medio llena, medio vacía—.
Su único remedio para aplacar la pena que le oprime, que le atenaza el corazón
tierno y sensible. No puede soportar tanta miseria, tanta desesperanza, tanta
injusticia que fluye ante su vista. A través del cristal de la ventana penetra
un rayo de sol que, al toparse con el cristal de la botella, impregna con su
luz su cara triste y seria.
Sus ojos azules brillan cual cristal, humedecidos por el líquido que fluye de ellos, por el resplandor del rayo de sol que los enfoca, escuchando el sonido de las campanas de la parroquia de la ciudad donde reposa, cuyo sonido le recuerda los de su eterna campana de la Torre de la Vela, de su Alambra, en su Granada.
Su mente se traslada a otras
tierras. Afloran sus recuerdos, brotan como un chasquido en el fondo de su
alma. Recuerdos de cuando compartía con los suyos las labores del campo y el
ganado, comiendo en la mesa los alimentos del campo en su Vega, en Granada.
Cuando de improviso, como un zarpazo, se encontró envuelto en la refriega,
dejando en cualquier parte sembrado entre la sangre y la tierra la figura de un
padre y ya sin nada que pudiera liberarlo, de la cual salió tan mal parado. Su
mente se trastornó. El odio le atormentaba el alma, no podía convivir con
aquellos que quitaron la vida a aquel que tanto les amaba.
Arrojado de sus tierras se vieron obligados a emigrar, buscando otros horizontes, otras tierras donde poder de nuevo renacer, para intentar olvidar tanto despropósito y mitigar la pena la que con el transcurrir del tiempo no pudo superar por las condiciones de la vida en la que inmerso se halla y que trata de mitigar con la bebida los recuerdos ya lejanos que atormentan su existencia y que trata de inculcar a los que con él convivirán.
El vaso sigue vacío tras su cristal
transparente. Mientras sigue mirando fijamente a la botella —medio vacía, medio
llena— resuena en su cabeza el fluido que manará por su seca garganta, que
llenará su estómago vacío y seco.
Sigue mirando con fijeza y con
ahínco esa botella —medio llena, medio vacía— distinguiendo el líquido negro
que resplandece del cristal. Su contenido cree que aplacará sus penas
aguantadas. Dando una bocanada a su cigarro, lanzando el humo al techo de la
cocina, contempla cómo se diluye, mientras resbalan unas lágrimas por sus ojos
que no puede contener y que se limpia con el borde de la manga de su camisa.
Girando la cabeza ante el atrevimiento de un ratoncillo que sale de los huecos
de la muralla y algunas cucarachas que están esperando la oscuridad de la noche
para apoderarse de la cocina, todavía tiene una sonrisa para estos compañeros
que comparten sus vidas noche y día.
Su lucha por dejar a un lado la
bebida es truncado, por la debilidad y las malas compañías. Sujetando el
cigarrillo consumido entre los dedos quemados e impregnados de nicotina
acumulada, no pudiendo contener tanto suplicio, arrojando la colilla encima de
la chapa para poder coger con su mano temblorosa el recipiente ennegrecido de
líquido destructor, para llenar hasta el borde el vaso que retiene entre sus
dedos huesudos y secos, para elevarlo con viveza. El líquido penetra con ansias
por su seca garganta, deslizándose por ella, y siente el cosquilleo en el
estómago seco y mal alimentado y el aroma del vino sube por el intestino hasta
la boca.
Él quería olvidar sus penas y los
efectos del alcohol producen en sus entrañas el efecto no deseado.
Su personalidad se transforma.
Su carácter se hace agrio y
bronco.
Y sus pasos dirigen a una cama de
humildad bien manifiesta.
Ya no es lo mismo.
El alcohol le ha trastornado. Le hace perder la cabeza, y el control de su mente, mente débil, que cambia su personalidad sin darse cuenta de sus actos. Su estado se hace incontrolable. Postrado en una vieja cama con su colchón de negra lana empobrecida, se halla, soportando su terrible borrachera.
Gritando entre sollozos:
— ¡Acercaos!, ¡acercarse!
— ¡Con urgencia! —le dice a una
mujer desconsolada y a sus hijos.
Mirando ésta en el estado en que
se encuentra, sujetando un niño entre sus brazos y otros que le contemplaban,
entristecida y con pena la escena, mientras ofrece su mano a otra criatura y
otros a lo lejos les observan.
— ¡Que venga mi hijo!, —repite
entre sollozos de impotencia.
— Te dejo al cuidado de tus
hermanos, —le dice a un chaval que no entiende lo que pasa.
Cuida a tu madre, que yo no valgo para nada —cogiendo entre sus manos huesudas y sucias la menuda mano del niño, que llorando contempla tan triste escena, sin poderse soltar de tan poderosa garra.
Lentamente se duerme por el efecto
del alcohol que ha consumido y la mano poderosa suelta su presión para que unos
minúsculos dedos se desprenden de una pesadilla.
La pobreza, la miseria todo lo
invade. La botella queda vacía encima de la mesa. Junto a la silla ladeada se
ha quedado la sombra de un hombre trastornado por los efectos del alcohol la
desazón y la miseria, aquella que lo superó de un tiempo pasado, de penurias y
tristezas compartidas, con aquellos que sobrevivieron a tantos desencuentros de
un pasado que quisieran olvidar en un despropósito, donde la libertad estaba
prohibida por los tiranos de la dictadura.
Debemos recordar nuestro pasado. No podemos ocultar nuestra historia, todo lo que acaeció en nuestro entorno ni a seres humildes que lo dieron todo porque otros siguieran viviendo aquí en la tierra, a pesar de sus miedos y penurias, después de una guerra fratricida y en una feroz absolutismo que trataba de estrangular sus vidas ya que, ni en su tierra podían vivir su día a día, ni caminar por sus calles sin encontrarse con los caciques, que asesinaron a su padre, y le reprochaban su condición de hijo de un republicano al que había que represaliar por haber tenido un padre honorable que defendió la libertad de su tierra, ante la sublevación de gentes miserables y que su cuerpo, nunca supo donde lo dejaron para poder darle una sepultura dignamente ya que duermen sus restos en cualquier parte en las fosas de huesos los que adornan las entrañas de su tierra.
Antonio Molina Medina
01.06.23
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