En un lugar de la Vega ,
cuyo nombre quiero recordar,
donde bailan las Manolas y las guitarras sonar
que ya Cijuela era llamada cuando
por apropiarse de ella moros y cristianos
se ponían a guerrear.
Ocurrió en una casa solariega
en una lluviosa primavera
donde acudí después de un tiempo trascurrido
buscando mis raíces, a mi gente de la Vega ;
donde nací y pude rebrotar de nuevo,
envuelto en la niebla y las sombras de sus recuerdos.
En una espléndida morada me reencontré con mi pasado
recordando el chirriar de carros
arrastrados por mulas y caballos
que el campesino guía con pericia y desenfado
junto a mi cultura y mis orígenes tempranos.
Me traje para otra tierra. Otra cultura. Otra gente.
Me traje soledades, miedos
y una tristeza bien manifiesta,
la que brotaba de algunas de sus gentes
porque el amor que todo lo debe inundar,
la comprensión, la ternura y la ilusión
sólo la pude apreciar y trasmitir
en la figura de un niño.
Pequeño tallo tierno y jugoso
que me salpicó en lo más profundo de mi alma,
inundó de vida nueva mi espíritu
y lleno de sangre roja y nueva mis venas
para dar brío a mi cansado corazón.
Silencioso, su silueta irrumpe en mi dormitorio
al romper el alba para depositar con cariño
un beso en mi mejilla y con apremio
colocarme la suya, depositando en ella
el premio que esperaba por tal gallardía:
un sencillo beso que iluminaba su cara
y le llevaba brioso y con júbilo a acudir a la escuela
para recibir sus enseñanzas primeras.
Su sensibilidad y su calor (calor humano)
me hizo recordar nuestro lejano pasado
donde tanto necesitábamos
aquello que añorábamos y no hallábamos.
¡Cómo se acurrucaba en mi regazo!
Dios, cuánto amor desprendían sus ojos y su sonrisa.
Y la espontaneidad y ternura de su corazón,
que comienza a latir con intensidad, como suave brisa,
ofreciéndolo todo con efusividad, en cada soplo de su vida.
Su figura tierna y rebelde busca en quién apoyarse
y yo me la traje como una lumbre a mi morada,
cuya llama iluminó mi alma dejándome ver
el amor que despedía su menuda figura.
Porque el amor es querer al otro.
El amor es vivir en el otro.
El amor es gozar, sufrir y morir por el otro.
Sin esperar nada a cambio, por el camino tortuoso.
El amor también es dolor y miedos,
angustia y llanto y una sensación que
te llena el alma de una felicidad
que traspira por los poros de tu cuerpo,
que se refleja en tu rostro.
También me percaté de la angustia,
pude comprobar que a pesar
del bullicio de la gente, ésta está sola
porque vagamos entre nubes de discordia
y nos tragamos nuestras lágrimas y quebrantos.
Vi gente que anhela a sus seres queridos,
que daría la vida por verlos aparecer
por la reja de su puerta,
poder contemplar su espigada y firme figura.
Porque no quiere olvidar a los suyos,
manteniendo vivos con dolor sus recuerdos.
Es necesaria la fuerza de un influjo,
inexcusable trabajo, para lograr vencer
la gravedad del espíritu,
para traspasar el velo que perfore la noche
montado en alazán negro,
salpicando sangre vieja que mana de las venas
para cambiarla por otra que te haga revivir,
que purifique tu pasado, regenerada y briosa.
Envuelto en una sucesión de recuerdos,
que me han llevado a Granada buscando con ahínco
ese calor humano que tanto anhelamos
para poder seguir viviendo en un mundo tan vano.
Los cascos del caballo, atronar en mi alma
de un tiempo postrero envuelto por la lluvia
que brota de mis ojos: sentimiento añorado
el de un recuerdo grato que no logro olvidar.
No me resigno Dios, no me resigno
a que los hombres no crean en el amor
sin esperar nada a cambio, doblando la rodilla,
manteniendo con firmeza la llama de su espíritu,
fresco los recuerdos que te hagan renacer.
Llenar de oxigeno las venas para que la sangre fluya
con más fuerza por ellas, salpicando la esperanza.
Y que el amor pueda florecer de nuevo en ellas
con sangre nueva, como la primavera
que cada año florece con ardor y firmeza;
que todo lo irradia, que todo lo llena
y que ilumina caminos y veredas
en los recovecos de nuestra existencia.
Antonio Molina Medina
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