Algeciras |
Los gallos siguen su eterno ki, ki ri kí constante, anunciando su presencia en el territorio que dominan. Silencio interrumpido por la bocina de un coche que notifica sus productos a los pobladores de los ranchos que en mi entorno se hallan, informando que en sus vehículos los llevan para el consumo de sus casas. Rodeado de chaparros, quejidos, hojarascas, acebuches y de frondosos helechos, mezclando su olor con el aire que soplando con furia me acompaña.
La vista se pierde en la distancia, entre la bruma de los mares del Estrecho que, como carretera acuática, se deslizan por ella potentes barcos, que transportan viajeros y mercancías a otros mundos, a otros continentes, como el que nos roza frente a frente. Las viviendas diminutas se contemplan al pie de la montaña como puzzle bien formado que la mano del hombre ha transformado, rodeadas del verde pajizo de sus campos, resplandeciendo el intenso verdear de sus árboles, junto al sonido musical que sale de sus ramas de pájaros que viven en la tan deseada libertad. Me regocijo con este espectáculo que contemplo, que hace que me olvide del mundo donde existo. El río de La Miel o Wadial – asal atraviesa El Cobre sin poder ver sus aguas, intuyéndolo por la senda que marca su transitar por la vega, por su vegetación y árboles frondosos, de un verde reluciente llenos de vida que envuelve con su manto a La Vega de El Cobre en esta hermosa primavera, contemplado su vereda, la siempre viva y reluciente ‘Trocha’ milenaria.
La felicidad llega a ser sublime, intensa, está en el máximo de su plenitud. Los sentidos se encuentran azuzados en su máxima intensidad, la vista se pierde en el infinito, abstraído por la visión que contempla, los oídos sólo reciben canto de pájaros en libertad, relinchos de caballos y esquilas de animales libres que pululan por la sierra, el aroma del verde que me rodea junto al tacto que mis manos recorren suavemente, lujuriosas de los helechos de la sierra.
Pero el hechizo se rompe, se comprime, llega la melancolía, el misterio en que mi alma se encuentra se rompe en mil pedazos, el encantamiento desaparece y me hace volver a la realidad de la vida, el mundo en el que me encuentro. Otra vez el regreso, la marcha obligada a otra tierra, otras gentes la obligación de la partida donde se encuentran parte de los míos. Volver una vez más a mi destierro, a aquel lugar donde de niño me obligaron a recluirme.
Me llevaré en la retina de mis ojos cielo y tierra y animales bravíos en completa libertad, con sus clásicos sonidos, el revoloteo de pájaros, con sus trinos pertinentes, junto a los relinchos de los caballos y el ladrido de los perros, para poder seguir viviendo de mis recuerdos, a veces con el corazón encogido, con las lágrimas a flor de piel, reteniendo mis angustias que no me dejan respirar.
El viento apacigua su soplido, salta una ligera brisa en la Bahía , el sol que se encuentra al comienzo de su ocaso, aprieta con más fuerza su calor, los mosquitos revolotean, persisten con sus picotazos incesantes, molestan. La bruma lentamente se disipa de las aguas del Estrecho para dar paso a las montañas del continente africano, divisando en sus orillas la bella ciudad de Ceuta, milenaria, que lentamente es mecida por las aguas de su mar y sus corrientes.
Una tórtola vuela majestuosa sin hacer caso de mi presencia y lentamente plegando sus alas aparecen sus patitas para posarse en la rama de un alcornoque, quizás esperando a su pareja con quien poder conversar, cerca de la piedra que sujeta mi cuerpo, recordándome que me encuentro en una zona protegida, confundiéndome como un objeto más que mirar en la serranía. Y yo buscando y gozando la soledad en este lugar idóneo para soñar y vivir así intensamente mi propia existencia. De uno de los ranchos de la ladera se acercan sin llegar a percibirlos unos perros, fieros animales que con sus ladridos amedrentan al viajero, sigilosos se colocan a mi lado y siento sus jadeos, con sus patas delanteras me tocan con suavidad el pantalón que protege mis pierna sus rabos se cimbrean con avidez, ya no son rugidos los que salen de su garganta, son pequeños lamentos, que me sorprenden y me quitan esa sensación que podía aparecer, llamada miedo, por su presencia. Se atreven a poner las patas en mi espalda y yo los dejo hacer sin inmutarme, me han confundido con un objeto más de la ladera al borde de la vereda.
Es poca la distancia de donde un día ya lejano me nutrí de la edad de oro de mi niñez, pude coger todo lo que mi mente ahora me alimenta, gratos recuerdos que con ellos puedo enriquecer mi propia existencia, otro perro, el mismo campo, la misma ladera, árboles y animales en libertad. Siempre la libertad, palabra mágica y necesaria para todo lo que brota y puebla aquí en la tierra. Un Majal de terreno donde me solazaba de niño confundiéndome con el terreno, como los perros lo han hecho sin darme cuenta de ello. Con unos perros postrados a mis pies, como si me conociesen de toda la vida, compartiendo el paisaje que nos maravillaba, quizás intuyendo por lo que allí me hallaba, buscando mis recuerdos y a los míos, aquellos que me alimentaron el cuerpo y dieron alas a mi alma.
Unas cabras vienen por la vereda de recogida a sus ranchos, el ruido de cencerros y esquilas me hacen volver la cabeza y contemplarlas. El aire se mezcla con su olor a estiércol de animales. El silencio es total, el sol ya ha transpuesto por los picos de la sierra, empieza a aparecer la oscuridad en la Vega de El Cobre. Los barcos que cruzan el Estrecho resoplan sus sirenas dando aviso a otros que se cruzan por la autopista de sus aguas.
Los animales se recogen en sus corrales y los gallos dan sus últimos murmullos, mezclándome como un animal más con las cabras que me aceptan sin aspavientos ni sobresaltos, acompañándolas al borde de la carretera.
Sólo me queda pensar en mi partida, dejando tras de mí mi propia vida, mis recuerdos y parte de mi existencia, al borde de la ladera de Chorrosquina, en la Vega de El Cobre, donde hubo un tiempo en que el hombre era más pobre pero más hombre y más libre y más rico en humanidades.
Antonio Molina Medina
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