LA VIDA


  Alfonso trabajaba en un dispensario por un sueldo miserable y escaso. Tenía que pagar la hipoteca, comidas, gastos de la casa y algún que otro vicio, si se puede decir vicio a fumarse un cigarro o tomarse una simple cerveza los días de fiesta. A pesar de su nimia existencia, su vida era interesante. Su pasión, escribir y recitar poemas, le absorbía las horas que entregaba sin tregua, presentándose lleno de emociones y pletórico de sueños, allá donde le requerían.. Para él era vida, su vida. No era muy bueno, ni quizás regular. Alfonso solo pretendía disfrutar y sentir con aquellos que escuchaban los latidos de su corazón. Su atrevimiento le traía más de un problema, nadie lo entendía, pero él, con pundonor y valentía, apartaba las moscas con la fuerza sus propios versos.

 

Su voz dolorida, poco cultivada y sin educar, llegaba a los oyentes como algo natural por el sentimiento que ponía en todo lo que realizaba. Por ello, decidió acudir a formarse pasando horas, días, semanas, meses, años… trasteando lugares donde supo aprender lo que algunos profesionales de la voz tenían que enseñarle, poniendo todo el corazón y el empeño para sortear sus miedos y angustias. Alfonso trataba de hacerse un hueco  en su mundo poético. Poco a poco. Pasito a pasito. Algunos que le oían se sonreían al comprobar, al acelerarse el ritmo de sus corazones, las mejoras de su voz y sonido de sus versos.

 

Alfonso se crecía cada vez que se encomendaba a su público, que miraba sus ojos y observaba la trasformación de sus caras.

Como un reguero de pólvora corrieron de voz en voz sus buenas maneras de trasmitir sentimientos. Poco a poco, acudían a escuchar sus poemas almas solitarias que hartas de la vida sin sentido, se refugiaban entre versos y letras.

Una tarde calurosa y sureña Alfonso, terminado su recital, sudoroso y pletórico por la labor realizada, recoge sus bártulos, poca cosa, un atril y  un puñado de hojas preñados de poemas, y sonriendo se deslizó sigiloso por la espaciosa sala, buscando la salida en una puerta en abanico le llevase a la calle. Pero no iba solo, unas damas le acompañaban comentando impresiones… (como siempre lo hacían después de acabar cada día que actuaba) Le comentan, agradecidas, la sensación que mantienen dentro de su cuerpo, esa paz, esa la calma desfogada y deseada. Otras lindezas le caían como un torrente de agua, una pura cascada. Él cerraba sus oídos, no le daba importancia. Su sencillez era lo que calaba entre ellos.

   ¡Adiós, Alfonso! —  le decían a medida que se alejaban.

   ¡Hasta luego, Alfonso!— Le sonríe Susana. 

Uno a uno se alejan por la añeja plazoleta a sus casas, compartiendo impresiones del rato pasado con Alfonso en la sala. Él sonríe, se detiene y los mira. De improviso una mano se posa en su hombro derecho. Unos dedos delicados suenan a través de su camisa de seda, traspasando cálido candor de mano femenina.

 

   Hola, Alfonso— le dice Aurora sonriendo. - He disfrutado este rato agradable que nos has regalado con tu alma en la sala.

 

Alfonso sonríe y la mira a los ojos. Miradas certeras se mantienen como los labios de él no articulan palabras. Aurora rompe su silencio, le sonríe mostrando sus dientes blancos y relucientes.

-         ¿Te has quedado sin habla?

-         ¡No! - Contesta Alfonso. - Me has sorprendido. Creía que estaba sólo. No te hacía por estos lugares.

-         Ja, ja, ja… - Se ríe ella con ganas.

 

Comenzando los dos a caminar bordeando la plaza, Alfonso se repone del trance y le dice:

-         Aurora, ¿te apetece tomar alguna consumición en la cafetería?

-         Vale, — le responde Aurora— Sentémonos, me apetece charlar contigo. Hace tiempo que no nos veíamos.

 

Aferrado a su brazo, caminan complacientes a la puerta del bar de la plaza. Conversando los años ausentes en sus vidas de esa juventud añorada afloran fruto de la complicidad.

 

-         ¿Qué vas a tomar chavala? Y perdona el atrevimiento por el calificativo de chavala.

   Me gusta, - contesta Aurora. - Gracias. Me agrada tu confianza.

-         ¿Qué tomamos? - Le insiste Alfonso.

   Una coca cola, —le dice ella.

-         Pues yo un vino de crianza, - señala Alfonso.- ¡Camarero!...


Mientras el camarero toma nota, Aurora no pierde detalle de la figura de Alfonso. Mientras, éste la observa con cautela de reojo, gustoso de la evolución de Aurora, recordándola de niña y advirtiendo los cambios que se reflejan con el tiempo: cuerpo lleno de vida, voz templada  y belleza acumulada. El camarero les coloca sus bebidas y siguen conversando de tiempos inmemorables que creían olvidados, que hoy han saltado a sus vidas como un torrente de agua limpia y que traspasan los ojos de su mirada.

Antonio Molina Medina

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